Imagen: Salón de Actos de la Diputación de Granada.
LA CONFERENCIA
Miró su reloj. Faltaban solamente unos minutos. Con tranquilidad, recogió sus notas, las transparencias, el CD con la presentación, todo el material para la conferencia. El momento había llegado. Su momento. Su apoteosis. El premio a tantos años de esfuerzo. Expondría los resultados de su larga y paciente investigación. Habría aplausos. Y por fin se sentiría recompensado. El avance de sus conclusiones había despertado gran expectación, la prensa había hablado de ello, el Decano le había dicho que se esperaba un lleno total en el auditorio. Eso era lo que quería. Una multitud de rostros, de seres humanos, felicitándole, agradeciéndole su tenacidad, haciéndole sentir que había valido la pena. ¿Cuántos de sus viejos colegas estarían allí? Seguramente también estarían muchos de sus antiguos alumnos, así como los becarios que habían trabajado con él al principio. Además, claro, de un montón de estudiantes actuales, caras que no conocía, jóvenes aspirantes a científico, y también curiosos, público en general aficionado a la ciencia. Los periodistas y políticos no le importaban. Si luego recibía algún premio, si le publicaban en las revistas más importantes, si llegaban las entrevistas en radio y televisión, le traía sin cuidado. Era el calor humano lo que ansiaba, los apretones de manos, las palmadas en el hombro de sus colegas pasados, presentes y futuros. El trabajo había sido duro y con frecuencia solitario. Demasiado solitario.
Recordó cuando, veinte años atrás, había propuesto aquella línea de investigación inaudita y, a priori, poco prometedera. En un principio le habían apoyado, eso lo reconocía. Pero los resultados no llegaron, y el dinero destinado al proyecto fue disminuyendo. Pasó de cinco colaboradores a tres, luego a uno, y finalmente nada. Tras su jubilación, se había pasado los últimos cuatro años trabajando solo en el pequeño laboratorio del sótano de su casa. Tantos años, tantos errores, tanto revisar una y otra vez los planteamientos hasta dar con la clave…
Pero ya todo daba igual. Lo había conseguido.
Le extrañó que nadie hubiera ido a buscarle al pequeño despacho que le habían asignado. Volvió a mirar la hora. Caray, iba a llegar tarde. Por los ventanales entraba la escasa luz matinal que conseguía filtrarse entre las oscuras nubes de aquel lluvioso octubre. Sus pasos presurosos resonaban en los desiertos pasillos de la Facultad , desiertos como cabía esperar siendo domingo, aunque tal vez demasiado para este domingo en concreto. No se oían murmullos, no parecía haber nadie en el edificio. Y tampoco había nadie esperando en las afueras del Salón de Actos. Suspiró. Era casi la hora. Ya debía estar dentro todo el mundo. Se emocionó al ver su nombre escrito en grandes caracteres en el gigantesco cartel anunciador. Excitado, apoyó el oído en la entrada. Ni un ruido. Inquieto, abrió la puerta y se quedó mudo. Estaba vacío.
No, no del todo, había una persona, un joven con coleta, sentado en la quinta fila. El joven se levantó y le hizo una respetuosa inclinación de cabeza mientras el viejo científico se dirigía a la tarima. De repente habló:
– Buenos días.
– Hola, chaval – contestó.
– Qué… qué… qué raro que no haya nadie, ¿no?
Contempló al joven. Sentía una tristeza infinita, pero la estupefacción no le dejaba ni llorar. Una persona. Veinte años de trabajo por una persona. Le hizo al joven una tímida pregunta:
– Es la hora, ¿verdad?
– Sí, sí, son las doce.
Se quedó pensativo un momento, y volvió a preguntar:
– ¿Tú quieres escuchar la conferencia?
– Sí, sí, yo sí, y creía que mis amigos también, pero… – miró en derredor e hizo un gesto de impotencia.
– Pues venga – dijo el viejo científico, sonriendo. ¿Una persona? ¡Pues una persona! ¡Y al infierno con todo! Subió a la tarima, se sentó en la butaca central de la mesa destinada a los ponentes, y encendió el ordenador allí dispuesto (que, por lo que pudo ver, estaba atornillado a la mesa). Entonces se fijó en que el proyector digital estaba apagado.
– Oye, ¿tú sabes cómo se enciende ese chisme? – dijo, señalando el aparato.
– Sí, sí, espere que le ayudo – contestó el chico, levantándose –. Tendrá que haber un mando por ahí.
Buscaron infructuosamente el mando en los cajones. Finalmente el joven se agachó, y anunció alborozado que lo había encontrado. Estaba en una especie de funda atornillada a la parte interior de la mesa. Se irguió y se lo entregó.
– Tiene que darle aquí… y después aquí – dijo, señalándole los botones precisos.
– Gracias.
– Jo, le aseguro que esta es la conferencia más rara en la que he estado en mi vida.
– Pues anda que yo…
Se miraron sonriendo, y los dos estallaron en carcajadas.
– Oye, ¿cómo te llamas?
– Felipe Jorge Hernández.
– No está mal. Encantado. Yo soy Augusto – se estrecharon la mano –. Siéntate. Voy a empezar.
– ¿No esperamos a nadie?
– Ni por asomo.
Mientras desgranaba sus conocimientos, el joven escuchaba con atención, tomando notas, incluso en un par de ocasiones le interrumpió para hacerle una pregunta. Comenzó a sentirse realmente bien. Sí, una persona podía ser suficiente. Alguien de veras interesado. Un camarada. Un compañero. Un amigo.
Llevaba media hora de exposición, cuando empezaron a oírse murmullos provenientes del exterior de la sala. ¿Alguno que había llegado tarde? Pues ahora que se fastidiaran. Si alguien se atrevía a entrar le gritaría amablemente que se fuera a paseo. Pero quien entró cinco minutos más tarde, con aspecto azorado, fue el propio Decano.
– ¡Señor Miraflores! ¡Pero si está aquí! Me había preocupado al no encontrarle en su despacho. ¡Están buscándole por todo el edificio! Vaya susto que me ha dado. Bueno… ¿todo listo? No se imagina la riada de gente que tenemos aquí fuera. Y los periodistas… ¿Le importa que le hagan unas fotografías antes de empezar la conferencia? Oiga, perdone… ¿está usted bien? Le veo algo pálido. ¿Este joven es asistente suyo? Un momento, yo a ti te conozco… ¡Tú vas a mi clase! ¿Qué coño haces aquí? Tenías que estar esperando fuera. ¿No ves que estás molestando, imbécil? ¡Sal inmediatamente!
Augusto estaba inmóvil, escuchando el parloteo del Decano, sin entender nada de lo que ocurría. Levantó la voz:
– Oiga, perdone. Vamos a ver si nos aclaramos. ¿La conferencia no era a las doce?
El Decano dejó de abroncar al asombrado joven, que estaba tan pálido como Miraflores, y le atendió solícito.
– Pues claro, a las doce, dentro de veinte minutos…
– Pero yo, yo… yo le estaba dando la conferencia a este señor.
– ¿A éste? ¿A éste? ¿Pero qué dice? ¡Si este es un inútil! ¡No estudia un pimiento! Pero a usted, ¿qué le ocurre? ¿Qué hora cree que es? Oiga, no… por favor, no me diga que… ¿Usted se acordó de cambiar la hora ayer por la noche? ¡Había que atrasar el reloj una hora! ¡Entraba en vigor el horario de invierno!
– ¡OSTIA! – exclamó horrorizado el joven, dándose una palmada en la frente.
– ¿Todavía aquí? ¡Te he dicho que SALGAS! – gritó el Decano, exasperado.
Felipe Jorge se levantó con aspecto asustado, recogió a toda prisa sus pertenencias y corrió hacia la salida, repitiendo sin cesar el mismo mantra:
– ¡Qué mierda, qué mierda, qué mierda, qué mierda…!
Miraflores, en cambio, no dijo nada. No sabía qué decir. De pronto lo veía todo claro. Sentía una extraña mezcla de alivio y decepción. ¿Y ahora iba a tener que empezar otra vez?
El Decano aguardó a que su alumno hubiera salido, cabeceó y dirigió al techo una cómica mirada de fingida desesperación.
– ¡Qué cruz! ¿Y dónde cojones estaría el bedel que tenía que vigilar que no entrara nadie? Bueno, no ha pasado nada. Mire, vamos a salir por la puerta lateral, y luego daré aviso para que el público empiece a entrar en la sala. Incluso el idiota ese, si se atreve. Le llevaré ahora donde los periodistas y… – volvió a cabecear –. ¡Joder, es que no lo entiendo! Le juro que no lo entiendo. Pero, hombre de Dios, ¿no le pareció raro que no hubiera nadie?
– Pues sí… pero llevo tantos años trabajando solo… y además sí que había alguien.
– Ya. ¡A ese gilipollas lo voy a deslomar en cuanto lo pille!
– No, hombre, no diga eso, si es un chico muy amable y educado. Le estaba dando la charla muy a gusto.
– ¡Por favor! Lo que hay que escuchar.
La conferencia fue un éxito, aunque durante la misma tuvo que aguantarse la risa cada vez que su mirada se encontraba con la de su colega de despiste, ahora sentado en la undécima fila. Al finalizar, el auditorio entero prorrumpió en estruendosos aplausos, los flashes de las cámaras resplandecieron, y a continuación llegaron por fin los tan ansiados saludos, las felicitaciones efusivas de catedráticos e investigadores, los reencuentros, los abrazos, los apretones de manos y las palmadas en el hombro. Pero, aunque gratificantes, advirtió que no le preocupaban tanto como había creído. Sus ojos no cesaban de buscar a Felipe Jorge, a su simpático, aplicado y servicial oyente. Cuando lo atisbó, a punto de irse, se disculpó un momento ante la nube de personas que le envolvía, se apresuró a alcanzarle y le invitó a comer. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en su ayudante de laboratorio y, años más tarde, en otro eminente investigador.
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