Imagen: Marcin Wichary
¡NUEVAS APLICACIONES!
Es invierno, pero hace un día soleado, y Damián corre por el
parque intentando no cansarse en exceso. Hace frío pese al sol reinante, y se
alegra de haber traído las mallas largas y la sudadera de algodón. A esta temprana
hora no se ven todavía muchos corredores. En el trayecto de vuelta seguramente
encontrará muchos más. El running se
ha puesto de moda. El running,
piensa. ¡Puñeteros anglicismos! ¿No podía seguir llamándose footing, como toda la vida? Entonces se
percata de que footing es también un
anglicismo, y él mismo se carcajea de su ocurrencia. Riéndose, afronta una
breve cuesta y al llegar a la cima, súbitamente se detiene. Ante sus ojos se ha
presentado una imagen ciertamente improbable.
— ¡Joder! —dice—. ¡Pero si es Jorge! Desde luego es el tipo
que menos me imaginaría que iba a encontrar corriendo por ahí. ¡Eh, Jorge! —saluda,
alzando un brazo.
Jorge, sin embargo, no responde. También viste ropa y
calzado deportivos, pero sus cien kilos se hallan cómodamente repantigados en un
banco. Tiene los ojos cerrados y el único ejercicio físico que está realizando
consiste en mover rítmicamente la cabeza, probablemente siguiendo las
evoluciones de la música que llega a sus oídos a través de unos gigantescos
auriculares. Damián vuelve a intentarlo:
— ¡¡Jorge!! —insiste acercándose.
— Du, dubidú, dubidú, ye yeaaa —es la única respuesta de su
amigo, que ha empezado a canturrear.
— La madre que te parió… ¡¡¡JORGE!!! —grita Damián.
— Dubidú tralalá, dubidú tralílo, la la la laaaaaa uuuuuuh —continúa
cantando el aludido.
Damián, que ya está casi a su lado, se dispone a sacudirlo
cuando Jorge parece detectar su presencia con algún tipo de radar interno, y
abre los ojos. En su rostro se dibuja una amplia sonrisa.
— Coño… ¡Damián! —dice levantándose. Se quita los cascos de
las orejas y extiende los brazos—. Dame un abrazo, hombre.
— Una hostia estaba a punto de darte —responde Damián al
tiempo que ambos se enlazan. El contacto es cálido, sentido, fraterno. Tras
unos segundos se separan con los ojos brillantes, y Damián comenta—: Llevo
diez minutos llamándote, tío. Hay que ver cómo te abstraes con la música.
Podrían matarte y no te darías ni cuenta.
— ¡Anda ya! Tú siempre exagerando. ¿Y quién iba a querer
matarme a mí? Pero sí, je, je, je, tengo una gran capacidad de concentración.
Como si no lo supieras —dice sibilinamente Jorge, agitando un dedo en dirección
a su amigo, con una sonrisa pícara en el rostro. Ambos ríen, evocando recuerdos
compartidos.
— ¿Ahora corres, tío? —pregunta Damián—. Me parece cojonudo.
Ya verás cómo enseguida empiezas a bajar esto —afirma, palmeando la voluminosa
tripa del otro—. Paraste a descansar, ¿eh? Sí, haces bien, cuando se empieza
hay que ir poco a poco.
— ¿Correr? ¿Yo? ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ni de coña! —responde burlonamente
Jorge—. Pero bueno, si te encuentras a mi mujer o a mi madre, diles que sí, que
me has visto corriendo.
— Pero… ¡serás caradura! ¿Entonces? —se asombra Damián.
— Lo he sido toda mi vida y no voy a cambiar ahora. Ven,
siéntate conmigo, que te voy a enseñar algo. ¡Vas a flipar! —anuncia Jorge
excitado, al tiempo que vuelve a sentarse en el banco.
Damián mira su reloj, duda y finalmente asiente con la
cabeza. Se sienta al lado de su amigo y contempla cómo éste se mete la mano en el bolsillo, saca el iPod al que están conectados los cascos, lo apaga y vuelve a guardarlo. Luego abre su riñonera y
extrae de la misma un lustroso smartphone, que exhibe exultante delante de sus
ojos.
— Me lo acabo de comprar hace un par de semanas. ¡Es lo último
de lo último de lo último! —afirma Jorge emocionado.
— Oh, vamos, ya salió el friki
de la tecnología. A ver esa maravilla.
— Mira, mira, es un Galaxy-Universe-Infinite-Sifón de última
generación, tiene una pantalla táctil de cinco pulgadas y dos callos, hecha de un
cristal líquido especial recubierto de resina suave transparente para que no te
hagas daño en los dedos, con una resolución de…
— ¡Vale, vale, vale…! —le corta decididamente Damián, antes
de que Jorge continúe con la interminable retahíla de datos técnicos —. Es
bueno, ¿no?
— ¿Qué si es bueno? ¡¡Es la polla!! Bueno, qué digo, es más
que eso, de hecho lo quiero bastante más que a mi polla… —confiesa Jorge.
— ¡Tú estás mal de la cabeza! —exclama Damián—. Bueno, y
entonces, ¿corres o no corres?
— ¡Ah, ya! Lo de correr. Sí, es que tengo instalada la
aplicación “El Mondongo Sports Faker”. ¿Ves? — Jorge trastea en el móvil y se lo
enseña—. Eliges el deporte, marcas el inicio de la sesión y cuánto va a durar, y
luego el aparato cuelga en Facebook o en donde quieras que te has hecho tantos
kilómetros en tanto tiempo y gastando tantas calorías, y añade un mapa falso
con el recorrido de la supuesta carrera. ¡Y todo el mundo se lo cree! Jo, si es
que hasta me felicitan en el trabajo. Para completar el efecto, me he comprado
en una tienda de artículos de broma una colonia que huele a sudor, y cuando
vuelvo a casa me la echo. Ahora todo dios piensa que me pego unos carrerones de
la leche. Pero no me vayas a descubrir, ¿eh? Confío en ti.
— No me lo puedo creer. Eres acojonante.
— ¡A que mola! No veas el respeto que inspiro desde que
utilizo esto.
— ¿Y cuando se den cuenta de que no adelgazas nada?
— Eso siempre se puede deber a otras cosas. Siempre puedes
decir que tuviste una comilona que no pudiste eludir y… —de pronto Jorge se
interrumpe, alza la vista, se coloca una mano en la frente como visera y otea a
lo lejos— .¡Hey, espera, que por allí vienen unos…! Vamos a escondernos y te
enseño otra cosa.
— ¿Qué nos escondamos? —cuestiona Damián.
— ¡Tú sígueme! —reclama Jorge, levantándose.
Se ocultan entre el follaje de unos arbustos próximos, y desde
allí ven a un grupo de cinco atletas que se acerca corriendo relajadamente.
Jorge toquetea algo en el móvil, y después se alza y extiende el brazo,
apuntando con el smartphone en dirección al grupo.
— ¡Fuego! —susurra mientras oprime un botón. Luego se agacha
nuevamente y se parapeta tras las ramas, diciendo—: A ver si hay suerte.
De repente, se oye un lejano pitido. Uno de los atletas, de
unos 50 años, se lleva una mano al bolsillo y saca del mismo su propio
smartphone. Tras contemplar la pantalla se le desdibuja el rostro, sus piernas
flaquean y se derrumba llorando.
— ¡Noooooo! ¡Nooooo! ¿Por quéééééé? —grita con
desesperación.
Desde su escondite, Damián y Jorge observan cómo sus
compañeros se llevan al lloroso, moqueante y vociferante corredor, al tiempo
que lanzan furiosas miradas en derredor y profieren maldiciones y amenazas con
el puño en alto.
— Pero… ¿qué le has hecho? —pregunta Damián cuando se han
alejado, y él y Jorge han vuelto a sentarse en el banco.
Muriéndose de risa, Jorge le muestra triunfante la pantalla
del teléfono. En la misma se ve a un muñequito parecido a una patata con extremidades de alambre, que blande
un arco en su mano izquierda. Está pegando saltos y bailando, con una aviesa
sonrisa dibujada en su cara de tubérculo. Encima del muñequito hay un letrero
que dice: “POU KILLER”. Y debajo, titila un recuadro verde fosforescente donde
puede leerse: “Congratulations! You did it again!”.
— ¿Qué es eso? —insiste Damián mientras Jorge no para de
reír.
— Ji, ji, ji. Es una aplicación llamada “Pou Killer”. El
“Pou” es una mascota virtual que tiene mucha gente, algo así como un tamagotchi
que tienes que cuidar. Lo que hago es poner en marcha la aplicación, apuntar
hacia alguien y apretar el disparador. Si acierto con el ángulo, a la víctima
le pita el móvil, y a continuación le aparece en pantalla la imagen de su “Pou”
muerto, junto con el mensaje: “Tu mascota acaba de ser asesinada”. ¡Mola mazo! Yo
ya me he cargado a 20. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Es la mejor broma que se ha
inventado!
— ¿Y todos se ponen como ese?
— ¡Y peor! Ja, ja, ja, un amigo al que se lo hice y me
descubrió, no ha vuelto a dirigirme la palabra desde entonces. Otro me escupió
en la cara y estuvo insultándome cerca de una hora. Otro intentó pegarme. La
verdad es que no sé por qué se ponen de esa forma, pero me río un huevo
viéndolo. Al fin y al cabo tampoco es tan terrible, siempre pueden volver a
descargarse la aplicación de la mascota, pero eso sí, tienen que empezar de
cero otra vez, ja, ja, ja, ja.
— Qué barbaridad. Estáis todos como cabras—. Damián reniega
con la cabeza con expresión incrédula, y añade—: ¿Alguna cosa más?
—¡Claro! —manifiesta Jorge alegremente. Manipula el móvil y
se lo vuelve a mostrar—. Fíjate, este es un juego nuevo que mola mucho, el “100
Whores”, o sea, cien putas. Te van saliendo en pantalla una a una, y tienes que
adivinar cómo follarlas. Y hasta que no lo consigues con una no puedes pasar a
la siguiente. Y es un juego difícil, ¿eh? Algunas de estas tipas son muy
complicadas de satisfacer.
— ¡Pero qué chorrada!
— ¿Chorrada? ¿Por qué?
— Digo yo que si acudes a una prostituta será para que te
satisfaga ella a ti... ¡no tú a ella!
— ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Que es un juego, hombre! Como te
contaba, tienes que adivinar qué es lo que la puta necesita que le hagas. O sea,
por dónde quiere que le metas la polla. Bueno, la polla o la mano o lo que sea.
Puedes probar también a lamerla, a acariciarla, a morderla, a azotarla, a
meterle algún objeto en algún sitio… Y combinaciones de esas acciones. Ah, y también
existe en versión masculina, que te salen hombres en vez de mujeres, e incluso mixta,
que te salen hombres y mujeres alternativamente, destinada al público bisexual.
Y me han contado que están preparando una con animales, para los zoófilos. Yo me
paso horas jugando. Y, bueno, el otro día se lo dejé a mi padre y no veas. Ni
durmió. Se pasó toda la noche con ello y consiguió llegar al nivel 67. No sé
cómo lo hizo. Yo todavía no he pasado de la 46. Esa tía es complicada de
verdad, ¡no sé qué quiere! Y mi padre no me lo quiere contar.
— Yo alucino. Cuando dijiste que iba a flipar no bromeabas,
¿eh? Esto es increíble.
— ¡Ja, ja, ja! ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a
probar otra aplicación nueva que me bajé ayer. Fíjate: “Analyzing Plus”
—advierte Jorge, mostrándole nuevamente el teléfono.
— ¿Y qué es lo que analiza? —inquiere Damián.
— Ahora lo verás.
Jorge se levanta del banco, mira a derecha e izquierda y,
tras comprobar que nadie se aproxima en ese instante, camina hacia un rincón
apartado entre dos setos. Una vez allí, toquetea algo en la pantalla del
smartphone y después lo deja cuidadosamente en el suelo, justo detrás de él.
Luego, ante los atónitos ojos de Damián, se baja el pantalón de deporte, las
mallas y los calzoncillos y se agacha.
— El “Analyzing Plus” —explica— sirve para hacer análisis de
sangre, de orina… o incluso de heces, que es lo que voy a probar. Según las
instrucciones, tengo que cagarme encima del aparato. ¿Por qué pones esa cara?
Ven, acércate, mira cómo funciona.
— Oye tío, lo que es yo, no pienso verte cagando, ¿eh?
¡Hasta ahí podíamos llegar! —exclama Damián apartando la vista.
— ¡Mira que eres tiquismiquis! Piensa que es un experimento
científico.
Por toda respuesta, Damián se limita a alzar el dedo corazón
de su mano izquierda.
— Haz lo que quieras. Ah, ya me viene — anuncia Jorge.Y según empieza a expeler
excrementos por el ano, denota su esfuerzo con interjecciones—: Aaaaarrrrr,
Ummmmmmmpf, Eyyyyyy, —y finalmente con alivio—: Oooooooh. Hostia. Esto no lo había
pensado. Ahora no tengo con qué limpiarme el culo. ¿Me alcanzas unas hojas de
ese árbol? —solicita.
— ¡Dios! Esto es lo que me faltaba. ¡Límpiate con el móvil,
capullo! ¿No vale también para eso? —protesta Damián.
— Por favooor— suplica Jorge.
Damián se levanta, se acerca al árbol señalado y arranca una
rama llena de grandes hojas. Luego se dirige hacia Jorge y se la entrega.
— No me puedo creer que esté haciendo esto —remarca.
— Muchas gracias, amigo.
Jorge se limpia a fondo con las hojas. Se sube los
calzoncillos, las mallas y los pantalones, y luego se arrodilla al lado de su
deposición.
— ¿Pero es que vas a meter las manos en la mierda? —le
espeta Damián.
— El que algo quiere, algo le cuesta, ¿no? —se justifica
Jorge.
Decidido, entierra las manos en su propia cagada y extrae el
móvil de la misma. Utiliza las hojas sobrantes para limpiarlo, y fija su atención
en la pantalla.
— A ver… ¡Bravo! —celebra Jorge—. Dice que el análisis ha
sido correcto, que no se ha encontrado ningún indicativo de infección ni de
parásitos ni nada, y que estoy perfectamente.
— Eso es porque no te ha analizado el cerebro.
— Ya. Muy gracioso. ¿Tú quieres que te haga un análisis de
algo? De orina, por ejemplo. ¿No tienes ganas de mear?
— No. De lo que tengo ganas es de vomitar.
— ¡Eso también lo analiza! Selecciono “New Analysis” y
“Vomit”. Ya está. Venga, vomita aquí —dice Jorge tendiéndole el smartphone.
— ¡Iros a la mierda tú y tu puto teléfono! Ya estoy hasta
los huevos. Se supone que tendría que estar corriendo, y ya llevo una hora parado
por tu culpa. Me voy.
— ¡No, no, espera, no te vayas, que falta lo último! Ya
verás, esto es verdaderamente alucinante. Pero me tienes que prometer que no se
lo vas a decir a nadie.
— ¿Por qué?
— Porque es una aplicación ilegal. Está prohibida.
— No me digas más, es para bajarte música o películas.
—¡No, hombre! Eso está muy visto. Esto sí que no te lo vas a
creer. Mira.
En la pantalla aparece un nombre en letras capitulares
rojas: “SUICIDAX”. Y debajo, en caracteres azules más pequeños: “Rajoy
Technologies”.
— ¿Suicidax?
— Síííí. ¡A que mola!
— Espero que no sea lo que pienso.
— Es para gente que quiera suicidarse. Lo pones en marcha,
le das a un botón y ya está. El móvil te suelta una descarga eléctrica y te
mata.
— Pero… ¿tú estás majara? ¿Para qué cojones quieres tú eso?
— ¡Ya te lo dije! Porque es ilegal. Porque está prohibido
—contesta Jorge, como si eso fuera motivo suficiente.
— Jo, tío, pues a mí me parece que está prohibido por una
buena razón.
— Bah, son ganas de prohibir cosas. Por mí si alguien se
quiere suicidar, que se suicide. Además es muy fácil, le das aquí, luego aquí…
confirmas… y ya está listo. ¿Ves? Ahora salen dos botones. Si le doy a “Cancel”
me va para atrás, y si le diera aquí a “Suicide”… ¡hostia, se me fue el dedo!
— ¿Qué?
— ¡Que le he dado a suicidarme sin querer!
— ¿Y que haces? ¡Tíralo!
— Y si se rompe, ¿qué? ¿Sabes lo que cuesta esto?
—¡TÍRALO, IDIOTA!
— ¡¡¡NO, QUE ES MÍO!!! —chilla Jorge.
Pero el auténtico chillido llega un momento después, cuando
empieza la descarga. Un alarido agónico y desgarrador que parece
no tener fin. Damián se lleva las manos a la cabeza y, convertido en piedra, contempla
horrorizado e impotente cómo su amigo se fríe.
Una hora más tarde, ya se ha producido el levantamiento del
cadáver. Damián está finalizando su declaración. Una nube de curiosos, muchos de
ellos atletas, se agolpa ante el escenario de los hechos. Uno de ellos grita
muy alterado:
— Si fue el que me mató el "Pou", se lo tiene merecido. ¡Hijoputa!
Los padres, la mujer y el hijo de Jorge están presentes. No
lloran ni se lamentan. Lo que están haciendo es discutir cuál de ellos se va a
quedar con el preciado smartphone. Pero el agente de policía que lo sostiene en
sus enguantadas manos no está por la labor de complacerles:
— ¡Narices! Esto se lo queda la policía porque es parte
fundamental de la investigación —asevera tajante. Se dispone a introducirlo en
una bolsa de plástico transparente cuando, extrañado, se acerca el teléfono a
la nariz, olisquea, y enseguida lo aparta con un mohín de disgusto—. ¿Y este
chisme por qué huele tan mal? —se pregunta.
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