Imagen: Adoración de los pastores (Damián Forment)
EL PASTOR Y EL NIÑO DIOS
Estaba en
el monte tranquilo un pastor
cuidando su
rebaño,
y de pronto
un ángel se le apareció
volando por
lo alto.
Y con su
voz angelical le anunció
que había
nacido en Belén el niño Dios.
“¡Qué raro!
¡qué raro!”, se dijo el pastor,
“esto es bastante extraño.
El odre de
vino que me bebí hoy
creo que me
ha hecho daño”.
Y no hizo
gran caso de la aparición.
Y supuso
que era una alucinación.
Mas le picó
luego la curiosidad
y se fue
para el pueblo,
pensando en
si aquello sería verdad
o si sería
un sueño.
Y toda la
gente a la que preguntó
había
tenido la misma visión.
“Esto es
estupendo”, propuso el pastor,
“¡tenemos
que ir a verlo!”.
Así todos,
sin ninguna discusión,
se pusieron
de acuerdo.
“¡Guardad
los rebaños y la voz corred!
¡Que vamos
a ir al portal de Belén!”.
Y los
pastorcillos fueron a Belén
alegres y
cantando,
y cuando
llegaron vieron al bebé,
y al verlo
lo adoraron.
Tenía como
una aureola de paz,
y de él
irradiaba la felicidad.
El pastor
no pudo aguantar la emoción
y cogió al
niño en brazos,
y fue
entonces cuando el niño se meó
y lo puso
pingando.
Todos
observaron con miedo al pastor,
temiendo
cuál iba a ser su reacción.
Pero el
pastor, riendo contento, gritó:
“¡Mirad
cómo me ha puesto!
Esto debe
ser una gran bendición.
¡Menudo
privilegio!”
Y al niño
otra vez en su cuna acostó,
y un beso
en la frente le dio con amor.
Entonces
sacaron todos del zurrón
ofrendas para
el niño.
El pastor
dio leche, nueces, un melón
y un poco
de tomillo.
Después
caminaron de vuelta a su hogar
felices,
con fe y sin dejar de cantar.
Y esa misma
noche el pastor descubrió
en su
establo un milagro:
pues las
doce ovejas que dentro dejó
ahora eran
veinticuatro.
Y se
arrodilló y dio gracias al Señor,
y este villancico ya se terminó.
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