Imagen: Patrimonio Natural de Castilla y León (Parque "El Robledal del Oso", Palencia)
EL TESORO DEL NIÑO JESÚS
– ¡¡Allí!!
¡¡Allí!
El viejo
señalaba hacia la izquierda, hacia el terraplén que había cruzando la carretera.
Vestía un raído jersey verde del que asomaba el cuello de una camisa a cuadros
también verde, unos vaqueros viejos y unas zapatillas deportivas. Parecía
fuera de sí. Volvió a señalar hacia el terraplén.
– ¡¡Allí
encontrarás tu destino!!
Jaime
cabeceó y siguió su camino, dejando atrás al viejo gritón. Ya conocía su
destino, y no era agradable. Era 22 de diciembre, estaban a punto de empezar
las Navidades, en la Lotería
no le había tocado ni la pedrea y acababa de quedarse sin trabajo.
– Diez
años, maldita sea. Diez años con ese imbécil para esto – dijo para sí.
Se dirigió
pensativo hacia su casa, cavilando cómo iba a decírselo a su mujer. Ella estaba
en el paro desde hacía tres meses, pero el trabajo de él parecía seguro.
Maldito Damián. Pero no tenía razón, aquello que decía no podía hacerse. Y lo
de aquel cliente no había sido culpa suya. Su jefe era bastante poco razonable,
y ya estaba acostumbrado a discutir con él por cualquier cosa, pero nunca
hubiera imaginado que pudiera llegar a despedirle de esta forma. Por fin
llegó delante del portal del edificio donde vivían. Iba a meter la llave en la
cerradura, pero se contuvo. Se llevó una mano a los ojos, y se le escapó un
sollozo. No, todavía no podía enfrentarse a esto. Decidió irse a dar un paseo
para refrescar sus ideas, y encontrar la mejor forma de contarlo. Al cabo de un
rato volvió a escuchar:
– ¡¡Es por
allí! ¡¡Por allí!!
Era el
viejo de antes. Sin darse cuenta había vuelto sobre sus pasos, y se encontraba
otra vez al borde de la carretera. Divertido, preguntó:
– ¿Qué hay allí?
El viejo se
acercó a él, contento de que por fin alguien le atendiera, y le apoyó una
agrietada mano en el hombro.
– ¡Ah! ¡Ya
lo verás! ¡Prodigios! ¡Maravillas! ¡Es tu destino! ¡Sigue el camino! ¡Solamente
tienes que seguir el camino! – masculló el viejo. Y esta vez señaló hacia
abajo. En el asfalto de la calzada había pintada una flecha verde, apuntando
en la misma dirección que el viejo.
– ¿Lo ves?
¡Es allí! ¡Allí! ¡Allí!
El viejo
parecía chiflado, pero aquella flecha no recordaba haberla visto antes. La curiosidad
lo venció. Sonrió al viejo, que le devolvió la sonrisa. Miró a derecha e
izquierda para asegurarse de que no pasaba ningún coche, y cruzó la carretera.
– ¡¡Sí!!
¡¡Sí!! ¡¡Tú verás la luz!! ¡¡Tú verás la luz, Jaime!! – oyó a sus espaldas.
¿Jaime?
¿Cómo sabía su nombre? Se dio la vuelta, pero el viejo ya no estaba. Y tampoco
se le oía. Miró hacia la carretera, y comprobó alarmado que no había ninguna flecha
pintada en el pavimento. ¿Estaba loco o qué? ¿La había visto o no la había
visto?
Iba a
cruzar de vuelta, pero un último ramalazo de curiosidad le hizo girarse en la
dirección que supuestamente tenía que ir. El terraplén finalizaba en un pequeño
descampado, en el que sobresalía un gran poste. Y pintada en el poste había una
flecha azul.
– Oh, no –
se dijo riendo –, no sé qué narices está
pasando, pero no tengo intención de jugar a esto. Que se busquen a otro, que yo
tengo ya bastantes problemas –. Pero el viejo le había llamado por su nombre. De
modo que, fuera lo que fuera, aquello era para él. ¿O no? ¿O todo era una
maldita casualidad? Volvió a mirar la flecha pintada en el poste. – ¡Qué caray!
¡Allá vamos! – exclamó.
Descendió
el terraplén, llegó hasta el poste, y siguió la dirección indicada por la
flecha, hasta alcanzar las inmediaciones de un viejo caserón abandonado. Miró
hacia atrás, y vio que la flecha en el poste había desaparecido. Buscó entonces
por la pared del caserón. Sí, había una flecha amarilla, señalando hacia un
viejo puente cercano, tendido sobre un arroyo ahora casi inexistente y sobre el
que pasaba una carretera en desuso. Caminó hasta allí. Según se acercaba se dio
cuenta de que, de alguna forma, el puente estaba cegado. No se veía la salida
por el otro lado, de modo que aquello parecía una cueva. Dudó. ¿Y si todo
aquello era una emboscada, y dentro había alguien esperando para atracar al
primer incauto que hiciera caso al viejo? Por si acaso, recogió del suelo una recia
rama que encontró caída. El viento debía haberla arrastrado hasta allí. Golpeó
el aire dos veces. Sí, podía servir como arma. Con ella en ristre, se aproximó
hacia el puente cegado. No se oía ningún sonido.
En cuanto
puso sus pies bajo la sombra del puente se sintió extraño, y la luz pareció
cambiar, haciéndose más tenue. Sacó el móvil del bolsillo y lo encendió para
usarlo como linterna. El lugar resultaba extraño, el suelo parecía de piedra,
no había hierba como ocurría fuera. Avanzó unos pasos y se detuvo. Lo que había
encima era una carretera comarcal. El puente no podía ser tan profundo, pero la
cueva parecía continuar hasta muy adentro. Entonces pisó algo que crujió. Se
agachó, apuntó con la luz del móvil hacia el lugar y se encontró con que había un conjunto de huesos roídos.
Aquello no le gustaba nada. Se dio la vuelta para marcharse. Pero antes de
salir de la sombra del puente apareció algo en la entrada. Por increíble que
fuera, se trataba de un oso.
El oso bufó
al verle, se puso en pie sobre sus patas traseras y soltó un gruñido aterrador.
Jaime empuñó la rama que había cogido y, despacio, se dirigió hacia la salida
caminando pegado a la pared de la cueva, por el lado contrario a donde estaba
el oso. La situación no tenía ninguna lógica. ¿Cómo podía haber allí un oso,
tan cerca de la ciudad?
El oso
volvió a ponerse a cuatro patas, hociqueó, golpeó la tierra con sus patas
delanteras y dio un par de pasos amenazadores en su dirección. Jaime le miró y dijo con voz débil:
– Tranqui,
bicho, que yo sólo quiero salir de aquí.
Finalmente,
el oso acometió. Jaime golpeó frenéticamente con la rama y consiguió impactar
un par de veces en la nariz del plantígrado. El oso se dolió un momento, y
Jaime aprovechó para salir corriendo de la cueva. Corrió como alma que lleva el
diablo hasta que se dio cuenta de que el paisaje había cambiado. Este no era el
paraje que conocía. ¡Estaba en medio de un bosque! Miró hacia atrás, y allí no
había ningún puente ni ninguna carretera, sino una imponente formación rocosa,
en la que resaltaba la negra boca de una cueva. El oso estaba a la entrada, y
parecía haber renunciado a perseguirle.
Un poco más
tranquilo, miró en derredor. Árboles por todas partes. ¿Dónde diablos estaba?
Sacó el móvil, pero no había cobertura, y el reloj parecía haberse vuelto loco.
Marcaba las 28:14. Lo demás funcionaba, y la batería estaba casi llena. ¿Qué
sitio era aquel? Cuando entró bajo el puente, debía haberse transportado de
algún modo hasta aquel lugar. Pero… ¿cómo? ¿Qué magia era esta?
– ¡Como
pille al viejo ese me lo voy a cargar! – dijo furioso.
Siguió
caminando una media hora, alejándose de la cueva, hasta que encontró una flecha
de madera atada firmemente con cuerdas al tronco de un árbol. Casi no la había
visto. Estaba oscureciendo, y la luna se destacaba brillante en el cielo crespuscular.
Sintió frío. Justo en ese momento, oyó el aullido lejano de un lobo. Otro le
contestó… más cerca.
Dios mío, pensó. ¿Primero un
oso y ahora lobos? Apretó el paso, en la dirección que señalaba la
flecha. No podía hacer otra cosa. Volvió a oírse otro aullido, y este parecía
estar sólo unas decenas de metros por detrás. Echó a correr.
Al cabo de
un rato oyó las pisadas. Se estaban aproximando, y él empezaba a encontrarse
sin resuello. ¡Esa mañana se había levantado a las seis para ir a trabajar
normalmente, y ahora le estaba persiguiendo una manada de lobos! Ya era casi de
noche. Encendió el móvil, buscando algún sitio donde esconderse, o tal vez una
de aquellas malditas flechas. Por fin la vio. Era muy grande, estaba pintada en
un ancho árbol, y señalaba hacia arriba. El árbol tenía algunas gruesas ramas
bajas que le permitirían encaramarse, y eso empezó a hacer. Llevaba ascendidos
unos pocos metros cuando llegaron los lobos. Cinco. Se había librado por unos
veinte segundos.
Un lobo
saltó. Otro intentó auparse por las ramas más bajas, y se cayó entre quejidos.
Gruñeron y le enseñaron los dientes, pero estaba fuera de su alcance. Respiró. Pasado
un tiempo, tres de ellos se fueron, pero los otros dos se quedaron acechando. Tenía
que pensar qué hacer. Miró hacia arriba, y con los últimos destellos del sol percibió
una extraña sombra, más arriba en el árbol. Continuó trepando y alcanzó lo que
parecía una especie de plataforma cuadrangular construida en madera. ¿Quién
había hecho aquello? No podía saberlo. Se izó hasta situarse sobre ella. Allí
pudo ponerse en pie sin necesidad de sujetarse a las ramas. Entonces tuvo la
idea de arrancar algunas ramas delgadas. Se quitó los cordones de los zapatos y
las ató. Luego desgajó los fragmentos de rama que sobresalieran del conjunto.
Se sacó el mechero del cinturón y se puso a intentar prenderle fuego al hato de ramas, para
crear una antorcha. Tras varios intentos infructuosos terminó por conseguirlo.
El sol se
había puesto, y hacía cada vez más frío. La trémula luna brillaba en el
horizonte, entre las estrellas. La luz de la antorcha había ejercido de reclamo
y, cuando miró hacia abajo, contó cuatro lobos bajo el árbol. Pero gracias al
fuego, había entrado algo en calor. Recorrió su improvisado refugio a ver si su
creador había dejado una manta o algo para comer. No había nada de eso, pero se
percató de que de uno de los lados partía una pasarela que la conectaba con
otra plataforma, en otro árbol. Y al extender el brazo y alumbrar con la
antorcha, comprobó que esa plataforma se comunicaba a su vez con otra. ¡Un
camino en los árboles! Se puso en marcha, alentado por aquel singular hallazgo. Pero los lobos le seguían por debajo.
Tras cerca
de una hora de tránsito arbóreo, llegó hasta la linde del bosque. En la
distancia, a unas decenas de metros, la luna iluminaba un lago. Y, cerca de la
orilla, se recortaba la sombra de una barca. Pero no podía simplemente bajarse
y correr hacia allí, los lobos lo atraparían. De su plataforma partía una
pasarela hacia la derecha. La siguió a ver dónde acababa el camino. Según
avanzaba, se alejaba de la barca, pero la orilla del lago quedaba más cerca.
Por fin, el camino finalizó. Muy cerca del último árbol se alzaba una gran
roca. Desde la altura en que estaba, podría saltar hacia ella y auparse hacia la cima, en
cambio los lobos no podrían subir. Lanzó primero la antorcha, que aterrizó
sobre la amplia superficie de la roca. Luego saltó. No había calculado bien la
distancia, y estuvo a punto de caerse. Pero se agarró a un saliente, y el miedo
hizo que lograra izarse hasta arriba. Apartó la antorcha, que le quemaba las
piernas. El corazón le latía con fuerza. Pensó en su familia, que estaría en
casa esperando por él. A estas horas, ya estarían preocupados. Si ellos
supieran…
Tenía que
volver. Fuera como fuera. Se puso de rodillas y alumbró hacia abajo con la
antorcha. No se veía a los lobos. Aquella gran roca era la primera de un
promontorio que llegaba hasta el borde mismo del lago. Había suficientes
salientes y hendiduras para subir sin dificultad. Pero cuando alcanzó la
cumbre, un lobo le estaba esperando. Escuchó a los otros, acercándose. Debía
haber otra manera de subir.
El lobo le
enseño los dientes, y él empuñó la antorcha y amagó golpearle con ella. El lobo
reculó un poco. Habiendo tomado la iniciativa, dio dos pasos gritando con la
antorcha en ristre. El lobo salió huyendo, pero no tardaría en volver con sus
congéneres. Jaime dejó la antorcha en el suelo, llegó hasta el borde y se zambulló en
el agua. Estaba terriblemente fría, pero no podía pararse. Nadó hacia la barca.
A sus
espaldas, oyó un par de chapoteos. Dos lobos se habían aventurado a seguirle.
Siguió nadando, con los músculos cada vez más agarrotados por el esfuerzo. Miró
hacia atrás. Los lobos habían desistido y nadaban hacia la orilla. Descansó un
poco, dejándose flotar. Probó el agua: ¡era dulce! Bebió a grandes sorbos para
recuperar fuerzas. Luego continuó nadando, más tranquilo. Por fin alcanzó la
barca. Ahora tenía que izarse, pero estaba demasiado cansado. Miró hacia la
orilla. Se había congregado un grupo de lobos. Le observaban, pero no se decidían a ir a por él.
La barca estaba amarrada por la proa con un grueso cabo, que se internaba en el
agua y volvía a sobresalir cerca de la orilla, unos treinta metros más allá,
para acabar amarrado a un poste en la playa.
Tirando del
cabo, hizo girar la barca hasta ponerla paralela al mismo, entonces apoyó el
pie izquierdo en la cuerda, aupándose sobre ella se agarró a la orla con las
dos manos, y haciendo fuerza consiguió pasar el pie derecho por el borde, y después
el izquierdo. Se despatarró sobre la cubierta. Lo había logrado.
No sabía
cuánto tiempo había estado descansando. Se sentó en la bancada, inspeccionó el
fondo de la barca y encontró dos remos. Qué barbaridad, hoy le tocaba hacer de
todo. Los situó sobre las horquillas de la barca. Con dificultad, desamarró el cabo. Y ahora… ¿hacia dónde? Era
noche cerrada. Entonces se dio cuenta. Al otro lado del lago se veía una luz.
Dio un grito de júbilo y comenzó a bogar.
Le llevó tal
vez dos horas alcanzar la orilla deseada. Bajó de la barca. No tenía con qué
amarrarla, así que la dejó ir. Ahora veía claramente la luz. Procedía de un
edificio situado en la cima de un pequeño monte, cuya falda llegaba hasta la
orilla del lago. No parecía estar muy lejos. Sacó el móvil del bolsillo, pero
no funcionaba. El baño no le había sentado bien al aparato. Con sólo la luna y
las estrellas para guiar su camino, inició el ascenso. Llegó a una zona de
matorrales. Por allí podría ocultarse cualquier cosa. Desgajó un par de ramas y
buscó un camino más despejado. En eso estaba cuando, por el rabillo del ojo, le
pareció que algo se movía. Se dio la vuelta y se encontró con una serpiente
erguida, balanceándose encima de una piedra. La luz lunar arrancaba destellos
de sus escamas.
– Lo que
faltaba, ahora serpientes. Pues te vas a enterar. Si el oso y los lobos no
pudieron conmigo, ¡tú tampoco! – le espetó, desafiante.
La
serpiente continuaba su baile, buscando el momento propicio para atacar. Jaime
azuzó las ramas hacia ella, pero el ofidio no se apartó, limitándose a
bisbisear. ¿Sería venenosa? Imposible saberlo. Empuñó una rama con cada mano, y
comenzó a rodear a la serpiente, haciéndola torcerse, obligándola a modificar
su posición, para que no estuviera cómoda. De repente Jaime la atacó por
sorpresa, con la mano izquierda. Como esperaba, la serpiente lo esquivó y se
lanzó hacia el lado contrario, donde la esperaba con el otro brazo preparado.
La golpeó con toda su fuerza, y el impulso mandó a la serpiente a varios metros
de distancia. No creía haberle hecho mucho daño, pero esperaba que se le
hubieran quitado las ganas de meterse con él.
Continuó
explorando y halló lo que parecía un camino empedrado. Siguió por él y en menos
de un cuarto de hora se encontró en la cima de la colina. Allí estaba el
curioso edificio. Era de piedra, alargado, y la luz provenía de ventanales
situados en la parte superior, a todo lo largo de su dos costados. En el frente
había un pórtico tallado y una puerta de madera con una manilla de hierro.
Se acercó a
la puerta, y probó la manilla. Cedía. Abrió la puerta, y la luz le inundó. Era
una sala longitudinal, flanqueada de puertas. Muchas puertas, de diversos
materiales y tamaños. Al fondo, una escalera de caracol llevaba al piso
superior, donde había más y más puertas. Entre puerta y puerta había antorchas
en soportes de hierro. Arriba, se veían los ventanales. Entró, cerró la puerta
de acceso, y se puso a recorrer la extraña sala, contemplando cada puerta con
atención. En cada puerta había una cerradura, pero todas las cerraduras
parecían idénticas. Y estaba seguro de que todas correspondían a su llave.
– De
acuerdo, comprendo, esto es un juego, ¿no? Se trata de acertar con la puerta
correcta – comentó, pensando en voz alta.
Ninguna de
las puertas de la planta baja llamó su atención. Subió por la chirriante escalera
de caracol y probó en el primer piso. En la cuarta puerta se detuvo. Conocía
aquella puerta. La conocía muy bien.
Aquella era
la puerta de su casa.
Sacó su
llavero del bolsillo del pantalón. Escogió la llave correcta, la introdujo en la cerradura y, temblando, la
hizo girar. La puerta se abrió.
– ¿Eres tú,
cariño? – la familiar voz de su mujer le llegó desde la cocina.
Entró. Las
lágrimas le corrían por las mejillas. Se giró para contemplar otra vez la sala
del edificio de piedra, pero a través de la puerta lo único que se veía era el
rellano de la escalera. Se echó a reír, y se secó las lágrimas. ¡Había vuelto!
– Cariño,
¿pasa algo? – insistió su esposa.
Jaime se
sintió azorado. ¿Y ahora como voy a explicar la ropa mojada y estropeada, los
zapatos sin cordones…? Pero se dio cuenta de que estaba seco, la ropa
impecable, y los zapatos perfectamente atados. Sacó el móvil del bolsillo.
Funcionaba, y sólo marcaba las 20:45. Cerró la puerta del piso, y abrió la de
la cocina. Sandra estaba picando ajo. Levantó la cabeza y le sonrió. Jaime se
abalanzó sobre ella, la abrazó y la llenó de besos.
– ¡Para,
bruto! ¿Qué ocurre? – dijo ella riendo –. ¡A ver si te voy a mancar con el
cuchillo!
– ¡Que te
quiero! – gritó él. Luego la soltó y, como quien no quiere la cosa, añadió – ¿Quieres
que te ayude? ¿Salo los filetes? – No podía dejar de mirarla.
– Ya están
salados. Anda, vete con los críos, que te están esperando.
Iba a
hacerle caso, pero se detuvo. ¿No tenía algo que decirle? ¿No le habían echado
del trabajo esa mañana? Con todo lo que había ocurrido, parecía casi un hecho sin importancia. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, se adelantó su mujer:
– ¿Sabes
que ha llamado tu jefe?
– ¿Qué? ¿Y
qué quería ese?
– Dijo que
quería pedirte disculpas, que no sabía lo que decía, que tenías tú razón. Y que
esperaba que cuando fueras a trabajar el día después de Navidad no estuvieras
demasiado cabreado. ¿Qué os ha pasado? ¿Ya habéis discutido otra vez?
Jaime se
quedó pasmado. ¿Volver el día después de Navidad? ¿Entonces no estaba
despedido? Balbuceó:
– Sí, sí,
he… hemos discutido… otra vez. Ya… ya sabes cómo se pone.
– Mira que
sois los dos igual de cabezones, ¿eh? – dijo ella, asintiendo levemente con la
cabeza, mirándole con cara de pequeño disgusto.
– Sí… no…
ya… vale, voy a ver a los niños. ¿Te han dado mucha guerra? – inquirió.
– Para
nada. Han sido muy buenos. Llevan toda la tarde con el Belén. Están muy
entretenidos.
Salió de la
cocina, y empezó a saltar. ¡No estaba despedido! ¡No estaba despedido! Fue
hacia el salón. Allí estaban los dos, atareados en el Belén. Guapísimos, cada
uno con su pijamita puesto. Silvia de seis años, y Alfredo de nueve.
– ¡Hola,
papi! – gritó Silvia.
– ¡Holaaaa!
– añadió Alfredo.
– ¡Hola,
preciosos! ¿A ver qué estáis haciendo? – dijo Jaime acercándose.
– Lo hemos
hecho más grande – le informó su hijo –. Mira, aquí hemos puesto una cueva.
– Sí, y ahí
vive un oso, ¡grrrr! ¡grrrr! – gruñó Silvia. Efectivamente, había un oso de
plastilina a la entrada de la cueva de cartón.
– Luego
aquí hemos puesto un bosque. ¡Y tiene un camino para ir por los árboles! –
continuó el niño.
– Y en el
bosque hay lobos, ¡auuuu! ¡auuuu! – aulló Silvia. Efectivamente, había dos lobos
de plastilina en el bosque, que estaba hecho con recortes de imágenes de revistas pegados
en cartulina. El camino arbóreo lo formaban pequeñas astillitas de
madera, pegadas con pegamento a las figuras recortadas.
– Ya, y eso
es un lago, ¿no? – apuntó Jaime, señalando un gran óvalo de papel de aluminio.
– ¡Sííííí! Y
aquí hay un monte con un castillo – dijo Alfredo exaltado.
– Y en el
monte hay serpientes, ¡bssss! ¡bssss! – bisbiseó Silvia. Efectivamente, había una
serpiente de plastilina en medio del monte de papel maché. El castillo lo
habían hecho con una caja pequeña de galletas.
– Y del
castillo parte un camino hasta el portal de Belén – concluyó Alfredo,
triunfante.
Jaime no
sabía qué pensar. Estaba demasiado asombrado. Miró a sus hijos, y los pequeños
le devolvieron la mirada sonrientes, llenos de amor.
– Osos,
lobos, serpientes… ¿vosotros estáis seguros de que queréis que los Reyes Magos lleguen? – les cuestionó.
– ¿Cómo no
van a llegar? – contestó Silvia, extrañada. – ¡Si son Magos!
– ¡Eso,
Magos! – confirmó su hermano, como si el asunto no tuviera discusión.
Entonces
Jaime se fijó en una figura de plastilina, en el camino que bajaba del monte
hasta el portal de Belén. Las piernas eran azules, el tronco y los brazos
verdes, y el pelo blanco. El viejo.
– ¿Y ese
quién es? – preguntó, señalándolo.
– Ese es…
no sé. Lo ha hecho Silvia – respondió Alfredo.
– ¡Es el
loco del pueblo! – afirmó la niña. – Pero es el único que sabe dónde está el
tesoro.
– ¿El
tesoro? ¿Qué tesoro? – le preguntó su padre.
– Pues, el
tesoro… mmmm… el tesoro… el tesorooooo… eeeee… ¡el tesoro del Niño Jesús! – explicó Silvia.
– Hala, burra,
que el Niño Jesús no tenía ningún tesoro – exclamó Alfredo.
– ¡Que sí! –
gritó Silvia. – ¿Y lo que le dieron los Reyes qué?
– ¡Que los
Reyes no han llegado todavía! – repuso el niño, llevándose las manos a la
cabeza.
– ¡Este año
no! – insistió la pequeña. – Pero el año pasado ya vinieron, ¿a que sí? Y le dieron oro. Y le dieron también… pienso. Para los animales, supongo. Y también… ¿ceniza?
– ¡Ja, ja, ja! No, no es eso, le dieron mirra – se burló su hermano.
– ¿Mirra?
¿Y eso qué es?
– Mirra es…
cerveza, ¿no, papá?
– No. Birras
son cervezas – aclaró su padre.
– Ah,
entonces eso, le llevaron oro, pienso y birras – expuso Alfredo, tajante.
Jaime no
pudo aguantar más. Se dobló de la risa, luego se puso de rodillas y extendió
los brazos.
– Venid
aquí – les llamó.
Silvia
acudió enseguida. Alfredo se mostró algo más remolón, pero fue igualmente.
– Jo, papá,
que yo ya soy mayor – protestó.
Pero cuando
los envolvió a los dos entre sus brazos, ambos sonreían con la misma intensidad. Besó
sus mejillas, sintió la calidez de sus pequeños cuerpos, percibió la vida que
latía en ellos, y dijo sencillamente:
– Feliz
Navidad, hijos.
Menuda aventura, me has hecho reir con lo del oro, el pienso y las birras.
ResponderEliminar¡FELIZ NAVIDAD!, Rumeinia, para ti y tu familia.
Aunque no comente te leo siempre que puedo.
Muchos besos.
¡Muchas gracias, Dinah! Mi relato no tiene grandes pretensiones literarias, me basta con que divierta. Si lo he conseguido contigo, ningún comentario me hará más feliz. ¡Felices Fiestas también para ti y los tuyos!
Eliminar