Pues vamos con un relato inspirado en un tema candente. Este no es humorístico, advierto, aunque en algún momento pueda parecerlo.
JUBILADO A LA VISTA
Era miércoles, 30 de septiembre del
año 2009. Último día del mes, y del trimestre. El verano había
acabado, pero el otoño no parecía decidirse a comenzar, en el cielo
se alternaban nubes y claros, y por la calle se veía a gente
ataviada tanto con ropa de invierno como de verano. En aquella
sucursal de una de tantas Cajas de Ahorros, sin embargo, los
empleados sudaban como si estuvieran bajo el sol de agosto. Y el motivo no era que
estuviesen agobiados de trabajo.
El lunes sí que había sido movido,
como solían serlo los lunes de la última semana del mes, cuando la
oficina se llenaba de jubilados que iban a sacar el dinero recién
cobrado de su pensión, y de trabajadores que hacían lo propio con
su nómina. “Somos animales de costumbres”, había sentenciado
Magdalena, la Interventora, refiriéndose al hecho de que la gente de
por allí prefiriera los lunes para ir a retirar fondos. El martes
habían acudido los que no habían ido el lunes. Pero el miércoles
no estaba yendo nadie, y la excesiva tranquilidad les estaba
exasperando. Tras ver marcharse a un tipo gordo y quedarse la
sucursal nuevamente vacía de clientes, el director salió de su
despacho y gritó, sin dirigirse a nadie en concreto:
— ¡¡¿A qué entró ese último?!!
— A cambiar, Armando. Un billete de
20 en monedas de uno y dos euros —respondió Javier, que era quien
lo había atendido.
— ¡Joder! ¡Me cago en su puta
cabeza! Odio a los que piden cambio. Venga, hostia, venga. ¡Recordad
que sólo necesitamos a uno!
Desde su mesa, Magdalena contempló
cómo Armando, hecho una furia, volvía a entrar en su despacho. No
le caía bien. A ella le había costado mucho tiempo y esfuerzo, y
superar unas pruebas de aptitud, el alcanzar la categoría de
Interventora. Y le fastidiaba que para el puesto de Director se
contratase a gente de fuera de la Caja, sin pruebas de ningún tipo.
Pero esa era ahora la norma, sobre todo en las oficinas de la red de
expansión como aquella. Se contrataba a gente con experiencia
comercial, aunque no tuviesen ni idea del negocio bancario. Y, sobre
todo, se contrataba a gente que gracias a su anterior actividad
dispusiese de una red de contactos en la zona, de forma que al
contratarlos pudieran aportar rápidamente nuevos clientes. Ese había
sido el caso de Armando, que regentaba una franquicia de aparatos
electrónicos y audiovisuales de alta gama, y presumía de conocer a
muchas personalidades, que habían sido clientes suyos y a los que
había vendido televisores y equipos de música de “alto standing”.
En realidad era un fanfarrón que no conocía a casi nadie. Vestía
bien, eso sí, tenía presencia, y era un hábil negociador… cuando
se ponía a ello, que no era muy a menudo. Por lo demás, era un
ignorante y un absoluto vago, y todo el trabajo de la oficina lo
gestionaba Magdalena, incluyendo la mayor parte de las ocupaciones
que, por su cargo, le hubieran correspondido a él. Armando se
limitaba a encerrarse en su despacho a navegar por Internet y hablar
por teléfono, a atender a “los clientes importantes” (con el
asesoramiento de Magdalena para los aspectos técnicos de los
contratos, por supuesto) y a salir de vez en cuando a pegar unos
cuantos gritos sazonados de tacos para “motivarles”,
especialmente cuando le tocaba transmitir al personal las exigencias
y objetivos que la Jefatura de Zona había fijado para la oficina.
Los objetivos. Los malditos objetivos.
Ésa era la razón del nerviosismo y los sudores de aquel día. Les
faltaba “colocar” treinta mil euros en participaciones
preferentes (sin duda el producto estrella de esa temporada) para
alcanzar el objetivo del trimestre, y, según hacían camino las
manecillas del reloj redondo que presidía la pared del fondo, cada
vez parecía menos probable conseguirlo. No cumplir el objetivo,
aunque fuera por tan poco, significaría para todos la pérdida de la
suculenta prima que suponía un porcentaje elevado del
sueldo mensual. Para Armando incluso podía suponer la pérdida de su
empleo, de hecho esa solía ser la amenaza que recibían los
directores. En realidad, y dado que sería la primera vez que no
alcanzaran los objetivos fijados, y que además no lo harían por muy
poco, Magdalena no creía que fueran a despedirle, aunque seguramente
le darían un toque, que él a su vez les transmitiría a ellos
multiplicado por diez.
Quien probablemente sí se iría el
paro sería Lucas, el nuevo, que sólo llevaba estos tres meses en la
oficina, en período de prueba. Hacer el período de prueba en una
oficina que no cubría objetivos era sinónimo seguro de no
renovación del contrato, aunque la culpa no fuese suya. Lucas tenía
27 años y este era sólo su segundo trabajo. Había sido contratado
urgentemente a través de una E.T.T. después de que Lorena, su
antecesora, se cambiara de trabajo por sorpresa. Lucas era Licenciado
en Económicas, y como suele ocurrir con los licenciados jóvenes,
tenía muchos conocimientos teóricos pero muy poco espíritu
práctico. Había congeniado bastante con Armando, que le trataba
casi como a un discípulo.
Luego estaba Javier, el veterano, que
llevaba diez años en el mismo puesto, y como él decía, las había
“visto de todos los colores”. Era una persona afable y su mayor
preocupación eran sus niños, a los que adoraba y de los que hablaba
siempre que tenía ocasión. No le importaban los ascensos ni las
oportunidades, sino estar tranquilo y a gusto. Desde su juventud y
ambición, tanto Armando como Lucas le contemplaban con cierto
desprecio, y no se daban cuenta de que era el principal activo de la
oficina, por la confianza que inspiraba y el trato cercano y amable
que prodigaba a los clientes, a todos los clientes,
independientemente del volumen de negocio que supusieran para la
entidad. Y es que si era importante captar clientes, también lo era
fidelizarlos, y en eso la simpatía de Javier resultaba fundamental,
aunque el director no se diera mucha cuenta. Javier trabajaba como el
que más y se esforzaba en cumplir los objetivos, pero no se callaba
su opinión y más de una vez había manifestado reparos morales a
los productos que la Caja les obligaba a vender, lo cual Armando
consideraba insufrible, acusándole de “no estar implicado” con
la empresa, de “no sentirse identificado” con la misma. Tales
aseveraciones, empero, sólo conseguían que Javier se riera con
estentóreas carcajadas, exasperando aún más al irascible director.
Magdalena solía mantenerse al margen en esas discusiones aunque, en
el fondo, pensaba lo mismo que Javier. Pero no decía nada. Lo que sí
hacía era defender a Javier en los informes confidenciales sobre el
personal que los Servicios Centrales le solicitaban periódicamente,
algo de lo que Armando no tenía ni idea, pues pensaba que sólo le
pedían informes a él. Magdalena estaba segura de que si Javier
seguía en su puesto, era gracias a ella.
La mañana siguió avanzando, sin casi
clientes. Armando se movía por el despacho como un león enjaulado y
los demás, especialmente Lucas, no estaban mucho mejor de los
nervios. De repente, cuando el reloj marcaba ya la una y diez,
Armando se asomó un momento por la puerta del despacho y advirtió:
— ¡Eh, eh, atención, que veo un
jubilado que viene hacia aquí!
Todos miraron hacia el ventanal y la
puerta acristalada. Efectivamente, un hombre delgado y de edad
avanzada estaba cruzando la calle en dirección a la oficina. Llevaba
un bastón en la mano derecha, pero no parecía necesitarlo pues
caminaba con bastante agilidad. Alcanzó la acera, miró hacia la
sucursal, estudió un momento los carteles anunciadores, y dirigió
sus pasos hacia la puerta.
— ¡Va a entrar! ¡Va a entrar!
—exclamó Lucas en voz baja.
— ¡Todos! Poned cara seria y haced
como que trabajáis mucho — sugirió Magdalena.
— Que nos la jugamos, ¿eh? —
recordó Armando.
El señor entró, y se encontró con un
silencio sepulcral. Aparentemente concentrados en sus tareas, nadie
levantó la vista para mirarle. En la puerta de su despacho,
Armando fingía estudiar unos papeles mientras dudaba sobre si debía
salir a saludarle directamente o no. El caballero miró a un lado y a
otro y dijo en voz alta:
— Buenos días, ¿quién me puede
atender?
— Buenos días, señor, cualquiera le
atenderá perfectamente —respondió Javier desde su sitio.— ¿Qué
es lo que desea?
— Lo que deseo ye… ganar dinero
—dijo el hombre, golpeando el suelo tres veces con su bastón, para
recalcar su afirmación.
Desplegando una amplia sonrisa, Armando
salió de su despacho y avanzó hacia el anciano extendiendo el
brazo.
— ¡Ah! Muy bien, me parece estupendo
—dijo, estrechándole la mano al recién llegado—. Pues entonces
lo mejor es que se siente con nuestra interventora, la señorita
Magdalena, que le comentará...
— No, no, no —le interrumpió el
hombre con voz firme—. Yo no quiero hablar con una muyer. Yo quiero
que me atienda un paisano. El que mande.
Armando se quedó un momento parado.
Magdalena era la más experta, pero el cliente parecía ser un
machista redomado y la contemplaba con desconfianza. Así que optó
por una solución que no le gustaba, pero que era la mejor dadas las
circunstancias:
— De acuerdo, entonces venga usted a
mi despacho. Me presento, me llamo Armando Gutiérrez y soy el director de
la oficina. Javier, ¿puedes venir con nosotros? Sí, este es Javier,
que es… también interventor, y conoce muy bien los aspectos
técnicos de nuestras ofertas.
Javier se levantó, cruzó una mirada
nerviosa con Magdalena, y acompañó a los otros dos hasta el
despacho. Al pasar por delante de Lucas, éste le hizo un gesto con
los pulgares para darle ánimo. Luego de que entraran, Lucas se
levantó y fue hacia la mesa de Magdalena.
— ¿Cómo lo ves? Un poco gilipollas
el tío, ¿no?
— Sí, pero Armando reaccionó rápido
y ha sido listo llamando a Javier. Es muy tranquilo y además se le
da bien ganarse la confianza de la gente.
— ¡Y además le ha subido la
categoría! Ahora es interventor, ja, ja. Me lo podía haber dicho a
mí. Yo también podría haber informado bien.
— Tú estás muy nervioso, Lucas.
— Ya lo sé. Espero que a Javier no
le dé la venada moralista. Hay que colocar las preferentes como sea.
— A ver si te das cuenta de que
Javier sólo dice esas cosas cuando habla con nosotros. Con los
clientes es totalmente profesional. Además, con lo que ha dicho ese
viejo no me parece que vaya a tener escrúpulos con él.
— No, claro. Joder, qué nervios.…
¡Que no quiero irme otra vez al paro!
— Venga, tranquilo.
En el despacho, el anciano se había
sentado en el cómodo sillón, pero sin repantigarse, dejando la
espalda erguida y manteniéndose alerta. Armando se sentaba enfrente,
tras su mesa, y Javier se mantenía de pie, pero algo apartado de la mesa,
procurando que su presencia no resultase intimidatoria.
— Miren, me llamo Pablo César
Ordieres —dijo el recién llegado—. Tengo 72 años y, bueno, toy
jubilao.
— Pues estupendo, a eso aspiramos
todos, a llegar a jubilarnos y estar bien —dijo Javier sonriendo.
— Toy bien, toy bien. Nun me puedo
quejar. Bueno, pues yo tenía un pisín guapo y tal, que lo había
comprao pa la mi fía. Pero luego ella marchose a trabayar a Granada
y quedose allí. Y entós vendí el piso. Con lo que saqué compré
otru, y volvilo a vender unos meses después, con mucha ganancia. Y
como los pisos seguían subiendo, pues entós compre otru, volví a
vendelu, compré otru, lo vendí, luego otru más y así unes cuantes
veces en estos años. No paraben de subir los precios… ¡había que
aprovechar! Bueno, pues a base de comprar y vender pisinos híceme
con un capitalín bastante guapo. Vendí por última vez hace unos
meses y qué quiés, ahora ya nun me fío de comprar otro pisu,
porque ya no están subiendo, ahora incluso bajen y tó, así que
buscaba meter el dinerín a plazo fijo. Y quería ver a ver qué me
ofrecéis.
— ¿De cuánto dinero hablamos?
—inquirió Armando con seriedad.
— De trescientos mil eurinos. Que no
ye poco, ¿eh?
— No, no, eso son son casi…
cincuenta millones —calculó Javier—. Enhorabuena. Espero
ahorrar yo algún día tanto como eso.
— No fue fácil, ¿eh?
— Nooo, ya me lo imagino. Hay que dar
mucho el callo para ganar eso —añadió Javier afablemente.
— Pues... está muy bien, sí.
—intervino Armando—. Podríamos ofrecerle un plazo fijo, pero…
visto que es usted una persona con mentalidad de negocio, una persona
que sabe aprovechar las oportunidades, yo creo que podemos ofrecerle
algo mejor.
— ¿Algo mejor? Bueno, ¿mejor en qué
sentido?
— Pues que le dará un interés mucho
más alto.
— ¡Ah, bueno! Pues venga. Es lo que
yo quiero: dinerín. ¿Y cómo ye?
Armando vaciló un momento, dudando
sobre cómo introducir el producto. Pero su incómodo silencio fue
roto rápidamente por Javier.
— Tenemos una oferta muy muy buena
que viene a ser como un depósito a plazo fijo… peroooo… sin
plazo fijo.
— ¿Sin plazo?
— Eso es. Cuando usted mete el
dinero, no hay una fecha fija en la que se lo devolvemos, sino que el
depósito sigue ahí hasta que usted diga.
— ¿Hasta que yo diga? ¿Y cuánto
tiempo pué ser?
— Lo que usted decida —confirmó
Javier—. Tanto si es un año como si son… ¡veinte! Lo que usted
decida.
— En el momento en que lo quiera
sacar, nos lo dice —añadió Armando.
— ¡Ah, está bien...! ¿Y tó el
tiempo que lo tenga estoy cobrando intereses?
— Claro. Y unos intereses muy altos
—volvió a informar Javier, que se había hecho con la
conversación.
— ¡Bueno! ¿Y cuál ye el interés
esi tan alto?
— Pues para empezar, un cinco por
ciento.
— ¡¡Un cinco por ciento!! ¡Pero eso
ye muchísimo! ¿Ye un cinco de verdad?
— Sí, durante el primer año.
— ¿Sólo un año? ¿Y después?
— Después del primer año, el
interés baja. Sigue siendo alto pero baja un poco.
— ¿Cuánto baja?
— Pues igual al dos o al tres o así.
— ¿No ye un interés marcao?
— No, depende del Euríbor.
— El Evíbor esi ye lo de les
hipoteques, ¿no?
— Efectivamente.
— Bueno, no tá mal. El Evíbor ye
jodido pagalo, pero si voy cobralo… Pero si yo quiero recuperar el
dinero tras el primer año al cinco, ¿puedo?
— Eeeeh… sí, sí puede. Pero tiene
una penalización.
— ¿Una penalización?
— Sí, pero es algo que tiene su
lógica. Verá, esto se entiende como un activo finan… no, quiero
decir un depósito… eso, un depósito para plazos grandes. ¡Por
eso da un interés tan alto! Y si usted no mantiene el dinero un
plazo amplio, entonces hay una penalización.
— Ya, claro, entiendo —dijo el
anciano, con cara de no entender absolutamente nada.
— Si usted lo saca al cabo de sólo
un año —continuó Javier— entonces tiene una penalización. Pero
no tiene por qué tenerla. Para eso sólo tiene que dejar el dinero
unos pocos años. Que el dinero va a estar seguro y además va a
cobrar unos intereses muy buenos. Que después del primer año ya no
va a ser el cinco, de acuerdo, ya ve que no le miento, pero el interés
va a seguir estando muy bien.
— Bueno, pues parece que tá bien eso
que dices. Por lo que me cuentes, pué ganase bastante dinerín. Que
ye lo que yo quiero. Tú entiéndesme, ¿no?
— Claro que le entiendo. Ganar dinero
es lo quiere todo el mundo, aunque diga lo contrario —volvió a
intervenir Armando.
— Entonces, ¿hacemos el contrato?
—preguntó Javier.
— ¿Un año al cinco por ciento?
¡Venga, a por ello! —contestó el señor.
El resto fue rápido. El señor Pablo
César Ordieres les entregó su D.N.I y Javier fue con Magdalena para
que ella preparara el contrato, al tiempo que Lucas le abría una
cuenta al cliente. Mientras tanto éste se ponía en contacto con su
oficina bancaria para hacer la transferencia del dinero.
— Pues aquí lo tiene. Trescientos
mil euros. Un cinco por ciento el primer año, y a partir de ahí el
Euríbor más el uno coma cinco —informó un sonriente Armando
cuando todo estuvo listo, poniendo el contrato delante de don Pablo
César y ofreciéndole su pluma.
— ¿Qué pone aquí? ¿Preferente? —preguntó el señor.
— Sí, “participación preferente”
es el nombre técnico, pero ya le digo, viene a ser parecido a un
plazo fijo, sólo que sin plazo —volvió a recalcar Javier.
— Gústame. Suena muy bien eso de
“preferente”. Como “preferencia”, de estar por delante.
— Si quiere leer todo el contrato, le
dejamos un tiempo para leerlo tranquilamente. Y si no entiende algo…
— ofreció sibilinamente Javier.
— ¡No, fío! Todo esto no me lo voy
a leer —respondió el anciano, tal como Javier esperaba—. Yo
fíome de ti. Si el interés ye el que dices, yo firmo ya.
Y firmó. Media hora después, con la
oficina ya cerrada al público, Armando se mostraba exultante:
— Chavales… ¡lo hemos conseguido!
En la última hora del último día, pero lo logramos. Ja, ja, ja,
trescientos mil euros, joder. Hemos cumplido el objetivo del
trimestre, ¡y lo hemos superado con creces! Lucas, ya te puedo decir
que te quedas. Y todos vamos a cobrar la prima. Javier, permíteme
que te felicite expresamente. Yo en ese momento me quedé cortado, y
tú solventaste la situación con maestría. ¡Qué manera de
camelarte al viejo!
— Gracias, estoy contento, pero cada
vez que tenemos un caso de estos... ¿tú crees que ese tío tiene la
menor idea de qué es lo que ha comprado?
— Mira, que se joda —sentenció
Lucas—. Con eso que me habéis dicho de que el tipo presumía de lo
que había ganado especulando con pisos, hostia... ¡Por culpa de
gente como esa estoy yo todavía viviendo con mis padres! Con las
ganas que tengo de irme, caray.
— Un depósito a plazo… sin plazo.
¡Qué buena idea! ¿Cómo se te ocurrió? —quiso saber Armando.
— Pues no es la primera vez que lo
utilizo. El tipo venía con la idea de un depósito a plazo, así que
yo sólo disfracé el producto de algo parecido a lo que quería.
Anda que cuando descubra que, como pone la letra pequeña del
contrato, el interés sólo se cobra si la entidad alcanza
determinado nivel de beneficios y que en caso contrario no se cobra
nada… Y que por supuesto no es un depósito, sino un activo
financiero, parecido a una acción pero sin voz ni voto en las
Juntas… Y que él no puede devolvérnoslo, pero la Caja sí puede
recomprárselo cuando quiera… Y que para recuperar su dinero lo que
tiene que hacer es venderlo, como se venden las acciones en la bolsa…
Y que el mercado para estos productos es muy poco líquido y costará
un huevo que consiga venderlo… Y que la penalización que le dije
no es tal, sino la diferencia entre la cotización de las preferentes
en el mercado y el valor nominal que ha pagado… Y que esa
diferencia, que ahora mismo debe andar por el veinte por ciento, no
va a ir a menos con los años como le di a entender, sino que con
esta crisis muy probablemente vaya a ir a más…
—¿Has terminado de largar? —preguntó
Armando, aburrido.
— Sí, tenía que soltarlo.
— Pues yo también tengo algo que
soltar. Y creo que nos os va a gustar. Aparte de felicitarte, quería
deciros que ya he hablado con la Jefatura de Zona, informándoles de
la operación. Nos han felicitado, pero también han dicho que el
próximo trimestre nos suben los objetivos un veinte por ciento.
— ¡¡¿Qué?!! —se alarmó
Magdalena.
— ¡¡Hombre, no me jodas!! —gritó
Javier.
— La hostia… —dijo Lucas.
— Lo siento. No me han dado opción.
Esos sí que son unos hijos de puta.
— Ya —dijo Magdalena—. Con la
maldita crisis el grifo de la financiación internacional está
cerrado, el mercado inmobiliario anda por los suelos y nos está
generando unos agujeros contables tremendos, y la manera de conseguir
dinero para taparlos es pidiéndoselo al Estado por un lado…
—…y trincándoselo a los incautos
por el otro. ¡Pues yo ya estoy hasta las narices de engañar a la
gente! ¿Por qué creéis que se fue Lorena? ¡Si no fuera por mis niños...! —vociferó Javier.
— ¡No empieces otra vez! —le
espetó Armando—. Y no emplees esos términos de “trincar” y
“engañar”, que al fin y al cabo tú trabajas aquí. Venga, vamos
a celebrar todos que por esta vez lo hemos conseguido, y que Lucas se
queda.
— ¡Ja, ja, ja! Vale, está bien, ya no me acordaba
de eso. Enhorabuena, chaval.
— Gracias, Javier. Y gracias a todos.
A mí también me jode lo del veinte por ciento, ¿eh? Pero bueno,
sí, por lo menos voy a seguir trabajando.
Tres años y medio después, la Caja había
sido rescatada con dinero público, se había fusionado con otras y
reconvertido en un banco, y de resultas de su nuevo plan de
reestructuración, la sucursal había sido cerrada. Magdalena, Javier y Lucas estaban el paro,
Armando había vuelto a su franquicia, y don Pablo César
Ordieres había perdido casi todo su dinero.
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