lunes, 27 de mayo de 2013

La atención al cliente...

Bueno, aquí tenéis un pequeño y simple relato humorístico que escribí hace algunos años. No es gran cosa, pero espero que os divierta. Pero advierto que no tiene un final feliz.

Imagen: Love My Tours



SAL DE FRUTAS

Odiaba las comidas de negocios. Y ésta había sido la peor que recordaba. Pero el cliente era un apasionado de la comida mexicana, y se había empeñado en elegir el restaurante y el menú. Picante. Todo picante. Y grasiento. Y en cantidad. Y ahora, claro, sufría las consecuencias en forma de ardor de estómago. Intentó concentrarse en los puntos principales del acuerdo al que habían llegado, con vistas a preparar el informe para el Director Comercial. Imposible. Parecía que sus tripas fueran escenario de un conflicto bélico. Se sentó en la cama y descolgó el teléfono.

 ¿Servicio de habitaciones? Aquí la 384. ¿Me pueden subir un poco de sal de frutas, si no es mucha molestia?
 Bueno, si no es mucha molestia se la subiremos contestó la chica.

Esperó un momento antes de contestar “gracias” y colgar. Vaya respuesta más rara, pensó. De hecho, el hotel entero era bastante raro. Como en las películas americanas, había una Biblia en la mesilla de noche. Pero también había un Corán, un Mahabharata, dos tebeos de Mortadelo, tres números de Playboy y un ejemplar de la Crítica de la Razón Pura. Caray, una mini-biblioteca para clientela variada, se dijo divertido. Se recostó encogiéndose en la cama, presa de un nuevo arrebato gástrico. Enseguida llamaron a la puerta.

 ¿Da usted su permiso?
 Adelante, adelante…

La puerta se abrió y entró un joven desgarbado, despeinado, sin uniforme y con la bragueta abierta, que portaba en la mano izquierda algo envuelto en papel de aluminio.

 Le traigo el bocadillo de guindillas que pidió. Se lo dejo aquí, ¿eh? Hasta luego.
 ¿Qué?

Pero el joven ya se había ido, dejando su presente encima de la mesilla que había al lado de la puerta de la habitación. Se acercó y lo desenvolvió ligeramente, sólo para ver que efectivamente era lo que había dicho el "botones". Lo cerró inmediatamente. Sólo imaginarse comiendo eso hizo que una nueva tormenta se desatara en su interior. Se dirigió tambaleándose al baño, seguro de que iba a vomitar, pero se sobrepuso, volvió al lado de la cama y descolgó el teléfono.

 ¿Señorita? A ver, soy el de la 384. Les pedí que me trajeran un poco de sal de frutas... ¡y me han traído un bocadillo de guindillas! dijo remarcando la frase final.
 ¡Ah! ¡El bocadillo de guindillas lo tiene usted! ¡Felipeee! ¡El bocadillo! ¡Bocadillo! BO-CA-DI-LLO. Está en la 384. Tres-Ocho-Cuatro. ¡Muchas gracias, señor! ¡Qué amable por su parte!
 Oiga, ¿me van a traer…?

Pero la chica había colgado. Se quedó sentado, incrédulo, con el auricular en la mano. No tardó mucho en oírse de nuevo el "toc, toc" en la puerta.

 ¿Da usted su permiso?
 Pase…

Era el joven de antes. Por lo menos esta vez se había abrochado la bragueta.

 Holaaaa… Vengo a por el bocadillo de guindillas. Ah, aquí está. También, si no era para usted podía habérmelo dicho, ¿no?
 ¿Qué dice? ¡Pero si no me dio tiempo!
 Bueno, venga, nada, le perdono. Me voy, ¿eh?.
 ¡¿Que me perdona?! ¡¿Cómo que me perdona?! —intentó aducir, pero el “botones” ya salía por la puerta—. ¡¡Oiga!! gritó.

El joven se dio la vuelta.

 No se altere, hombre, que ya le he dicho yo que le perdono, que no pasa nada. Y por favor no me entretenga, que le tengo que llevar esto al señor —afirmó el "botones", agitando el bocadillo en la mano.
 ¿Y lo mío? ¿Cuándo me trae lo mío?

El chico se quedó pensativo.

 ¿Rodrigo? No, Rodrigo empieza el turno más tarde. Yo soy Felipe.
 Muy bien, Felipe. ¿Me va a traer lo que he pedido?
 Eeeeeeh… No sé si he entendido bien. ¿Usted ha pedido algo?
 Sí.
 ¿Y se lo ha pedido a la chica de abajo?
 ¡¡Sí!!
 Pues a lo mejor se me ha pasado. ¿Y qué era?

Aquello era demasiado. Además del estómago, donde seguía la lucha, le estaba empezando a doler la cabeza.
 Un poco de sal de frutas —dijo manteniendo a duras penas la calma.

El joven se quedó parado, como si no hubiera comprendido. Se había puesto serio.
 ¿Me lo puede repetir?

Sus manos se crisparon y estuvo en un tris de abalanzarse sobre el “botones”. Se contuvo, sin embargo,  y contestó:
 Quiero que me traiga un poco de sal de frutas, ¿no lo entiende?

El joven sonrió. Ahora parecía divertido.

 Ya. Y me quiere hacer creer que eso se lo había pedido a la chica de abajo.
 ¡Esto es el colmo!
 No, no, no se apure. Ya me encargo. Pero sepa que nosotros no estamos aquí para eso.

Y diciendo eso se marchó, dejándole con la palabra en la boca. Después de lo que pareció una eternidad llamaron a la puerta. Se apresuró a abrir. No quería volver a oír el "¿Da usted su permiso?". Pero no era el "botones". Era una mujer oronda e hipermaquillada, tan entrada en años como en carnes, que lucía un pelo grasiento y peinado en rastas, un escote de vértigo y una minifalda que de tan mini no era ni falda ni nada.

 Hola, "corasón".
 ¿Disculpe?
 ¿Esta no es la 384?
 Sí, pero…
 Pues relájate, cariño. Venga, nos desnudamos y hacemos lo que tú quieras.
 Yo no he requerido sus servicios.
 Vamos, mi amor, que lo vas a pasar bien dijo ella, echándole los brazos al cuello.
 ¡Yo no he requerido sus servicios!  exclamó apartándola. Ella le miró contrariada.
 Muy bien. Si quiere me voy, pero a mí la salida me la tiene que pagar.
— ¿La salida? ¡Ni que fuera un fontanero!
 Yo también desatasco tuberías, nene. Y ahora mismo me paga o aquí se va a armar la gorda.
 ¡Pues que le pague el que la llamó! Yo no la he llamado.

La mujer se fue echando pestes y él se quedó haciendo lo propio. Le ardía el estómago, le palpitaban las sienes, tenía todo el cuerpo en tensión y la ira se estaba transformando en cólera. Sonó el teléfono. Era el "botones".

 Bueno, ¿a usted qué le pasa? ¿Se arrepintió o qué?
 ¡¡¿Pero qué cojones me está contando?!!
 Mire, si los cojones le están picando, no es mi problema. Usted me dijo, palabra por palabra: "Quiero que me traiga a una de las prostitutas de ahí enfrente". Ahora le he tenido que dar treinta euros a Carola para que se fuera.
 ¡YO LE PEDÍ SAL DE FRUTAS! ¡¡¡SAL… DE… FRUTAS!!!
 Sal de frutas, Felipe —se oyó la voz de la chica. Este es de la sal de frutas. Ya te dije yo que te habías equivocado.
 ¡Aaaaaah! ¡Así que usted era el de la sal de frutas! Vaaaale, todo aclarado. Claro, frutas... es fácil confundirse. Ya entiendo. Je, tiene gracia y todo. Ahora mismo se lo subo —afirmó el chico, y colgó.

Pasaron dos minutos. Toc, toc.

 ¿Da usted su permiso?
 Me cago en tu pu… ¡¡Adelante!!

El joven entró, todo sonriente. En la mano llevaba tres sobres de sal de frutas.

 Aquí tiene y perdone, ¿eh? Una confusión la tiene cualquiera.
 Muy bien. Váyase.
 ¿Quiere alguna otra cosa?
 ¡Déjeme en paz! ¡Y vaya al otorrino!
 ¡Gorrino lo será su padre! ¡Desagradecido! Encima que nos desvivimos por darle un buen servicio.

El “botones” se fue dando un portazo. El desesperado cliente se sentó un momento en la cama y respiró hondo. Podía haber pedido una aspirina, pensó. No, mejor no correr riesgos. Ya había tenido bastante por un día. Empezaba  a calmarse. Fue hacia el baño con los sobres. Sacó el vaso de cristal del armarito que había encima del lavabo. Abrió el grifo. Tardó un par de segundos en percatarse de lo que ocurría. No había agua.

2 comentarios:

  1. Jajaja, como relatista también eres genial, Rume. Un abrazote!!!

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    1. Muchas gracias, sastrecillo, y perdona por la tardanza en contestar. Es curiosa esta dualidad mía. Los poemas suelen salirme muy serios, pero en los relatos acostumbra a salirme la vena cómica. Un abracito.

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