sábado, 11 de agosto de 2018

Concierto de verano...

Yo voy a conciertos todo el año, pero la mayoría caen en verano. Pienso que el amor y la música se complementan, y se me ocurrió la historia que hoy os presento.

Imagen: la foto es mía.





NOSTALGIA DEL FUEGO

Ya salen: guitarra, batería, bajo,
el saxofonista, y el de los teclados.
El cantante se hace de rogar un rato
pero tiene el tiempo muy bien calculado
para que el aforo estalle en aplausos
cuando él aparezca, de rojo ataviado,
haciendo sus poses de chulo de barrio.
Sí, puede que añoren los tiempos pasados
cuando eran capaces de llenar estadios
pero ellos se entregan sobre el escenario
y tú estás delante, con ella a tu lado.
Este no está siendo vuestro mejor año
y las discusiones son lo cotidiano.
Incluso el divorcio, cual buitre leonado,
desde las alturas planea acechando.
Pero ambos sabíais que esto era sagrado,
contabais los días para reencontraros
otra vez con vuestros ídolos de antaño.
Así que hoy hay tregua, un pacto callado
que os mantiene juntos, y paladeando
vuestras dos cervezas en vasos de plástico.
Las canciones traen recuerdos tan gratos
que en comparación resultan amargos.
¡Ay, aquellos jóvenes tiempos alocados!
Todo parecía menos complicado.

Llega la balada, y un bosque de manos
en la dulce noche luce sus smartphones.
Levantas el tuyo sintiéndote extraño.
Nostalgia del fuego, las llamas brillando…
¡Los mecheros daban mucho más encanto!
Cuando se termina, os veis atrapados
en una marea de besos y abrazos
y con la corriente, también vuestros labios
se unen en un beso con aliento amplio.
En ese momento, no existen agravios
y todos los pesos parecen livianos.
Un fugaz instante, porque de inmediato
entre vuestros cuerpos renace el espacio.
Ambos sonreís, un poco azorados.
Los ojos preguntan: “pero, ¿qué ha pasado?”.
La única respuesta son hombros alzados.
No hay tiempo de más, porque están sonando
los viejos acordes del que es su gran clásico,
la canción que todos están esperando.
Hay saltos, aullidos, mil puños en alto
y un coro infinito que vibra entonando
palabras que dejan el aire temblando.

Bailan los colores, sigue el espectáculo.
Pies y corazones van acompasados.
El guitarrista hace su solo más largo
(dedos en el aire tratan de imitarlo)
y el concierto alcanza ya su final falso.
Regresan tras irse (el típico amago)
y anuncian dos temas que son un regalo.
Gozáis sin mesura con el arrebato
que comparten tantos sudores hermanos.
Luego reverencias, ovación y halagos,
vuelan las baquetas, y esto se ha acabado.
“¡Geniales!” “¡Qué grandes!” “Brutal” “Me ha encantado”.
“¿Tomamos la última?” “No, mejor nos vamos”.
“El coche, ¿recuerdas dónde lo dejamos?”.
“Me acuerdo, tranquilo. Está más abajo”.
Emprendéis la marcha de camino al auto
y tú te preguntas si hay que intentar algo.
En un movimiento bastante arriesgado
rozas su muñeca con sumo cuidado
y ella corresponde cogiendo tu mano.
Luego, fugazmante, volvéis a miraros.
Eso será todo, lo tenéis muy claro.
¡Tan frágiles son los acuerdos tácitos!
Por eso ninguno quiere estropearlo
y así, de la mano, seguís caminando,
los dos en silencio, los dos deseando
que la tregua alcance a todo el verano.

¿Existe el futuro? Mejor no pensarlo,
y dejar que todo vaya paso a paso.
Cierto es que ninguno creéis en milagros,
el cinismo ha hecho muy bien su trabajo.
Pero es que hoy los músicos os lo han demostrado:
El “Rock” no está muerto. Sólo está cansado.

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