sábado, 15 de agosto de 2020

Sonrisas desde el confinamiento...

 Aquí presento un relato que escribí en el plazo de un mes, durante el confinamiento. Siempre me quejo de no tener tiempo para escribir, pero esos días lo tenía y no conseguía hacerlo. Había algunas ideas latentes en mi cabeza, pero eran de corte crítico y negativo, y con las constantes malas noticias no me apetecía cargarme de más negatividad. Así que recurrí a la magia de la infancia. Unos amigos míos (Sandra y Quique) tienen dos hijos: un niño llamado Mateo y una niña llamada Iria. Le mandé un mensaje a Sandra y le propuse que cada uno de los niños escogiera cinco palabras o conceptos. El reto consistía en escribir un relato que contuviera esas diez propuestas. Este fue el resultado, que como he dicho me llevó un mes. Los niños se rieron mucho leyéndolo, así que espero que ustedes también se rían un poco.


Imagen: procede de la película "Legend" (1985), dirigida por Ridley Scott.





CITA EN EL JARDÍN BOTÁNICO

IRIA:
codo, unicornio, gimnasta, helado de chocolate, “siempre positivo”
MATEO:
un personaje chistoso, perdidos en la selva, detective, perro, emoji (emoticono)  

Eran poco más de las diez de la mañana de un nublado día al comienzo de la primavera. El frío del invierno se había ido, pero no del todo, y la gente seguía luciendo prendas de abrigo. Ese ligero frío hacía que resultase extraño entrar en el Jardín Botánico de Gijón y encontrarse con un hombre delgado que llevaba en la mano un gran helado de chocolate, de esos de cucurucho, al que le iba dando pequeñas lametadas, como para asegurarse de que le durara. No parecía interesado en visitar el lugar. Estaba plantado a la salida del edificio de recepción y a cada persona que aparecía le hacía un curioso gesto de saludo, enarcando las cejas y levantando la mano con el helado para que se viese claramente. El vigilante de seguridad no le perdía ojo y se preguntaba qué rayos quería aquel tipo. La gente le miraba y pasaba de largo. Claro que el Jardín acababa de abrir sus puertas y era un día laborable, así que no había muchos visitantes.

Al cabo de un buen rato, el hombre parecía preocupado. Ya casi se había acabado el helado, y empezó a refunfuñar y a hablar para sí mismo:
- Nada, que no viene. ¡Qué poca seriedad!  

Pero justo en ese momento un hombre corpulento que ya había entrado en el Jardín hacía tiempo apareció de nuevo, dirigiéndose hacia la recepción, seguido a cierta distancia por un perro, un mastín de buen tamaño. Iba con cara de pocos amigos y musitando:
- ¡Menudo plantón! ¿Dónde estará ese tipo? Creo que en la recepción también hay unos baños. Miraré a ver si está ahí y si no, pues ya no le espero más.  

Al escuchar eso, el hombre apostado junto al edificio se sorprendió y gritó:
- ¡Oiga!
- ¿Es a mí? –repuso el interpelado.
- Sí, perdone, ¿es usted el detective Mateo Mallo?
- Pues sí que lo soy –dijo el aludido, acercándose–. ¿Usted es el que me ha citado aquí?
- ¡Sí, claro que soy yo! –contestó el otro–. ¿Por qué ha pasado de largo antes, al entrar? ¿No ha visto lo que tenía en la mano? –Levantó un momento el helado, ahora reducido al final del cucurucho. Luego se metió ese último trozo en la boca y, mientras se lo comía, miró al detective con cara de incomprensión, flexionando los brazos y extendiendo hacia fuera las palmas de las manos.  

El detective volvió a poner mala cara, se metió una mano en el bolsillo de la gabardina y sacó un teléfono móvil. Empezó a toquetear en la pantalla mientras decía:
- Pero vamos a ver, usted me citó aquí en el Jardín Botánico a las diez de la mañana. Yo le envié un mensaje preguntándole “¿cómo le reconoceré?”. Y por toda respuesta, me mandó usted este emoji…  

Extendió la mano con el móvil en dirección a su interlocutor. En la pantalla se podía ver lo siguiente: 


   - ¡Efectivamente! –contestó el otro–. Ese dibujo representa un helado de chocolate. Por eso estaba aquí comiéndome uno, para que usted me reconociera.  

   El detective se dio una palmada en la frente, con expresión de incredulidad. Luego volvió a alzar la pantalla del móvil y le espetó:
   - ¿Helado de chocolate? ¿Cómo que un helado de chocolate? ¡¡Este es el emoticono de la caca!! ¡Todo el mundo lo sabe! Maldita sea, llevo media hora esperándole delante de los baños…
   - ¿Delante de los baños? –repitió el otro.
   - ¡Sí! ¿Qué quería que interpretara? Menudo ridículo. Antes fue a entrar un tipo al baño y yo, como ya no sabía qué hacer, le he preguntado: “¿es usted el de la caca?”. Y me ha contestado: “¿a usted qué le importa lo que voy a hacer ahí dentro?”. Luego, cuando ha salido, al ver que todavía seguía allí, se ha marchado corriendo. ¡A saber lo que habrá pensado de mí!
   - ¿Así que eso es una caca? No sé yo… A mí me parece que es un helado de chocolate. La caca que ríe… ¡No tiene sentido!
   - Y yo qué sé. Será para hacer un chiste con los quesitos “La vaca que ríe”. ¿A mí qué me cuenta?
   - Qué gracioso… –dijo refunfuñando el hombre que había estado comiéndose el helado–. De acuerdo, de acuerdo. Ha sido un malentendido. Dejémoslo correr. ¿Hablamos en la cafetería?  

   Cruzaron el pequeño puente sobre el arroyo Peña Francia y empezaron a caminar junto a la zona de los Frutales del Nuevo Mundo, en dirección a la cafetería. El perro se había mantenido al margen durante su pequeña discusión, pero ahora les seguía.  

   - Es verdad que la vida está llena de malentendidos –comentó Mateo Mallo mientras caminaban–. A mí me pasa mucho. Recuerdo que cuando era niño, en el colegio, una vez la profesora de lengua me pidió que le dijera “dos palabras con tilde”. Yo le contesté: “los nombres de mis primas, Clotilde y Matilde”. Y la “profe” me gritó: “¿te estás quedando conmigo?”. Yo le insistí: “pero profe, es verdad que son mis primas, no me tilde usted de mentiroso”. ¡Y me castigó y todo! Pero a día de hoy, yo sigo pensando que en realidad contesté bien la pregunta.
   - Es usted muy chistoso. No me gustan los chistosos.
   - ¿Le parezco chistoso? Verá, en mi trabajo de detective me toca ver muchas cosas feas, y utilizo el humor para mantener el buen ánimo. Como decía mi madre, hay que intentar ser “siempre positivo”.  

   El perro ladró a sus espaldas. 
 
   - ¿Ese perro es suyo? –dijo el hombre del helado mientras abría la puerta de la cafetería.
   - No, no es mío –contestó Mateo.
   - ¿Está usted seguro? Me parece recordar que ha entrado con usted.
   - Le digo que no es mío.
   - Mejor. No me gustan los perros.
   - Vale. No le gustan muchas cosas, me parece.  

   Entraron en la cafetería y se dirigieron a la barra. El perro no había hecho ademán de seguirles. Pidieron un café cada uno, y fueron a sentarse en el exterior, en la pequeña terraza. El hombre del helado miró al perro, que se había acercado, pero sin entrar en el recinto de la cafetería. Se había sentado sobre sus patas traseras. Les miró, bostezó y se recostó.  

   - Parece muy tranquilo… Bueno, empecemos. Como imaginará, le he citado porque quiero contratarle. Pero antes le tengo que contar una historia. Comenzaré por presentarme. Aquí tiene mi tarjeta.  

   Mateo cogió la tarjeta que le tendía y leyó: “Don Pablo Santiago Sánchez Iglesias. SALFUMÁN. Presidente”. La miró con curiosidad y comentó:
   - Salfumán, jejeje. Ya sé que es un ácido muy corrosivo, pero yo siempre he pensado que tiene algo así como nombre de superhéroe. ¿No se lo imagina? ¡Tararí tatí tatííííí! ¡Salfumán al rescate! Jajajaja….  ¿Por qué pone esa cara? Ah sí, es verdad. No le gustan los chistosos.
   - Por favor, no haga bromas. Este es un asunto serio. SALFUMÁN son las siglas de la Sociedad Astur-Leonesa del Fervor por los Unicornios y la Magia Ancestral.  

   El detective abrió unos ojos como platos, se aguantó la risa y contestó:
   - Vale.
   - Pues sí –continuó Don Pablo–. Además, somos miembros de la Liga Europea de Jorguinería, Invocaciones y Alquimia.
   - O sea, la LEJÍA.
   - Efectivamente. Veo que la conoce.  

   Mateo se sujetó a la mesa. Le iba a ser difícil aguantar más. Dijo lo primero que le vino a la mente:
   - Ya tenemos SALFUMÁN y LEJÍA. ¿Qué es lo siguiente? ¿AMONIACO?
   - ¡Oh, pero no me diga que conoce usted también la Agrupación Mundial de Organizaciones de Nigromancia Antigua y Conocimientos Oscuros! –manifestó Don Pablo, sorprendido.
   - No, no la conozco –respondió el detective. Y se echó a reír a carcajadas. El otro le miraba con expresión rabiosa.
   - ¡No se ría! ¡Esto es muy serio! ¡Esta no es manera de tratar a un cliente!
   - Bueeeno, de acueeeerdo. Usted perdone, pero oír esto a estas horas de la mañana resulta un poco…
   - Llevo toda mi vida aguantando a los incrédulos. Ya no aguanto más risitas.
   - Está bien, está bien. Así que magia ancestral. Oiga, ¿y se gana dinero con esto?
   - No, no se gana dinero. Es mi pasión. Yo trabajo en otra cosa. Soy representante comercial de una empresa fabricante de productos químicos. 
   - ¡Jajajajajaja! –rió nuevamente Mateo–. ¡Claro! Oiga, ¿y fabrican salfumán?
   - ¡Brrrrr! Sí, fabricamos salfumán. Y también lejía. Y amoniaco, si quiere saberlo. Y como se siga riendo le hago tragar las muestras que tengo ahí fuera en el coche.
   - Está bien, está bien –dijo Mateo recuperando de nuevo la compostura–. Bueno, ¿y qué es lo que quiere? ¿Que busque a un vampiro?
   - No, los vampiros creemos que se han extinguido.
   - Buf, menos mal, qué alivio. Mi cuello está a salvo. ¿Y los hombres lobo?
   - ¡¡Basta ya de bromas!! – gritó exasperado Don Pablo.  

   Se hizo el silencio. Los dos se miraron. El detective agachó la cabeza, levantó las manos en un gesto pacífico y comentó:
   - Como decía mi madre: “siempre positivo”. Continúe usted. 

   El perro volvió a ladrar.  

   - A mí no me engaña. ¡Ese perro es suyo! –afirmó Don Pablo.
   - Que no, hombre, que no. Le aseguro que no es mío.
   - ¿Y por qué nos ha seguido?
   - ¿Qué mas da? Continúe, por favor.  

   El representante comercial de químicos asintió, respiró hondo, y retomó su relato:
   - El año pasado, en octubre, yo y dos compañeros de mi Sociedad hicimos una expedición a la gran selva del Congo, para buscar unicornios.
   - Madre mía, ¿me lo está diciendo en serio? ¿Estuvo usted en la jungla?
   - No es la primera vez. Ya he estado otras veces. La selva del Congo es interesante porque sigue siendo un lugar salvaje, con zonas aún inexploradas. Además es allí donde viven los okapis, que no son animales mágicos pero creemos que están emparentados con los unicornios.
   - Creía que lo estaban con las jirafas.
   - ¡Bah! Eso es lo que dicen los científicos. ¿Qué sabrán ellos? –dijo con desdén Don Pablo.– Pues bien, mientras estábamos allí nos encontramos por casualidad con otra expedición. Para ellos fue un alivio, porque estaban perdidos en la selva.
   - ¡Vaya!
   - El jefe de esa expedición es un empresario de por aqui, que entre otras cosas tiene negocios en Guinea Ecuatorial. Recordará que fue colonia española.
   - Sí.
   - Ese hombre tiene una hija, una niña de once años llamada Iria Flavia. Unas semanas antes, al final del verano, la niña iba en un avión privado para visitar a su padre en Guinea, pero debido a algún problema el avión se desvió de su ruta y acabó estrellándose. Ah, pero la niña tenía un móvil con GPS. Debió de saltar en paracaidas, sola o con alguien más. En cualquier caso, durante unas horas el GPS indicaba que el móvil de la niña se encontraba activo, a muchos kilómetros de distancia de donde se había estrellado la avioneta. Después ya no, se le debió agotar la batería. ¿Me sigue?
   - Le sigo –dijo el detective, interesado.
   - El padre organizó una expedición para buscar a la niña, a pesar de que las autoridades le decían que había poquísimas probabilidades de encontrarla con vida. Contrató a unos tipos que tampoco eran muy expertos. Y se perdieron.
   - Menuda historia. No se pare, prosiga. 
   - Cuando nos los tropezamos –continuó Don Pablo–, estaban muy desesperados. Mis compañeros y yo decidimos ayudarles. Estudiamos los planos y descubrimos que, en realidad, no se habían desviado demasiado. Conseguimos guiarles a la zona aproximada donde el GPS había detectado por última vez el móvil de la niña. Pero no encontramos nada, claro.
   - Demasiado complicado.
   - Sí. Tras un par de días de búsqueda, y a pesar de las protestas del padre, decidimos que había que dar la vuelta. Nosotros tampoco habíamos visto unicornios. Habíamos visto okapis, elefantes y gorilas de montaña. Pero unicornios, cero. Estábamos fritos por los mosquitos, habíamos tenido problemas con las hormigas rojas, y a mí me había atacado una mamba negra. Menos mal que mi compañero Eduardo estuvo rápido con el machete, porque si no me muerde. Y de repente al día siguiente, cuando estábamos levantando el campamento, apareció la niña por allí, sonriendo y tan campante.
   - Espere, espere… Esto salió en los periódicos, ¿verdad? Creo que lo recuerdo.
   - ¡Sí, claro que salió en los periódicos! Dijeron que era un milagro. Pero deje que le cuente…
   - Enseguida, pero discúlpeme usted. Si usted ayudó a ese padre a encontrar a su hija y a volver sanos y salvos a la civilización, se merece todos mis respetos. Le pido disculpas por todas mis bromas y risas de antes. Como decía mi madre: “siempre positivo”.  

   El perro se levantó un momento, alzó las orejas y ladró. Luego, se volvió a recostar.  

   - Se lo agradezco. Y ahora… –empezó a decir Don Pablo. Pero miró al perro, y volvió a insistir: - Oiga, ese perro es suyo. Dígamelo, que no pasa nada..
   - Y dale. ¡Que no es mío! Yo no tengo perro –afirmó Mateo.  

   Tras echarle otra mirada desconfiada al perro, el representante comercial de químicos prosiguió con su relato:
   - Bueno, pues verá… ahora viene lo misterioso. En un primer momento no me fijé. Estábamos todos muy emocionados con el reencuentro de la pequeña con su padre. Pero lo de aquella niña no era normal. Nosotros llevábamos dos semanas en la selva, y estábamos todos sucios, sudorosos, magullados, con la ropa estropeada y llenos de picaduras de mosquitos, a pesar del repelente. La niña se supone que llevaba allí un mes, y estaba fresca y lozana como una rosa. Aparte de una cicatriz bastante fea en un brazo, no tenía rasguños ni rozaduras ni picaduras ni nada. Y no olía a sudor. Parecía que se hubiera duchado esa misma mañana. Y su ropa estaba impecable, como si se la acabara de poner, recién lavada y planchada.
   - Quizás había estado con alguien. Una tribu nativa –opinó el detective.
   - ¡También lo pensé! Pero, ¿por qué no decirlo? ¿Y por qué no la habían acompañado y había aparecido sola? No daba explicaciones creíbles de dónde había estado. Sólo decía que había estado “escondida, comiendo lo que podía”. Y ya está.
   - Mmmm… Un poco misterioso sí que es –admitió Mateo.
   - Y luego está lo otro. Durante todo el camino de vuelta… ¡los mosquitos nos dejaron en paz! Dejamos de sufrirlos. Y también las hormigas rojas. ¡Como por arte de magia! Y ningún animal salvaje vino a molestarnos. Parecía que estuviéramos en un parque, en vez de en una jungla salvaje. 
   - Vaya. ¿Y cuál es su conclusión?
   - Yo lo tengo claro. Esa niña estuvo con los unicornios. Y le dieron algo, tal vez un objeto mágico. Verá, no se separaba de su mochila. Y nunca la vi abrirla en presencia de nadie.
   - Bueno, bueno… Esto ya me parece un poco aventurado.
   - Además, me evitaba. Se pasaba todo el tiempo con su padre.
   - Pero eso es normal…
   - Nos dio las gracias a mí y a mis compañeros casi a regañadientes. Y siempre se apartaba de mí y me miraba con algo de miedo. ¿Por qué, si les estaba ayudando? Intenté hablar con ella, pero me rehuía.
   - Esa niña había sufrido una experiencia traumática, hombre.
   - Pues no parecía nada traumatizada. Cuando volvimos a España, yo cogí una excedencia temporal en el trabajo y me dediqué a espiar a la niña.
   - ¡Espiar a la niña! Pero, por favor… –repuso el detective, asombrado.
   - Sí, pero ya no puedo hacerlo.
   - Ay, madre… ¿Por qué? ¿Qué hizo usted? –preguntó Mateo, preocupado.
   - Sucedió el otro día. Resulta que Iria Flavia es gimnasta, practica gimnasia artística. Ese día estaba entrenando en el pabellón de deportes con sus compañeras de equipo. Yo estaba vigilando, escondido detrás de un plinton.
   - Pero, ¿qué me está contando? ¿Que espiaba a las niñas mientras hacían gimnasia?
   - Iria Flavia estaba praticando en la barra de equilibrios. No calculó bien un movimiento, se cayó y al caer se golpeó en el codo con la barra, cerca de donde tiene la cicatriz. Hizo gestos de que le dolía, y la monitora la atendió enseguida con el botiquín.
   - ¡Ay, pobre! ¿Y era para mucho? –preguntó el detective.
   - No debía ser nada grave –continuó contando Don Pablo–, sólo le puso una pomada y nada de vendas. Le pidió que esperara un poco hasta que se le pasara el dolor y después la mandó a los vestuarios, diciéndole algo así como “por hoy es mejor que lo dejes”. Así que la niña se separó del grupo y fue a los vestuarios Yo la seguí con la mirada desde mi escondite. Luego esperé un rato hasta comprobar que nadie miraba en mi dirección y, sigilosamente, me metí en los vestuarios detrás de ella.
   - Pero, ¿qué me está contando?¿Que la siguió a los vestuarios? ¿Está usted loco? – dijo Mateo horrorizado, llevándose las manos a la cabeza.
   - ¡Necesitaba hablarle! –exclamó Don Pablo.– Y no había tenido la oportunidad. Pero cuando entré en los vestuarios no la vi. Escuché correr el agua, así que debía estar en las duchas.
   - Por favor, no me diga que la siguió a las duchas… 
   - No, no. Esperé a que saliera. Cuando salió desnuda de las duchas la saludé con la mano y le dije amablemente: “Hola, Iria Flavia. ¿Te acuerdas de mí? Tengo que hablar contigo. Necesito que me digas dónde están los unicornios”.
   - ¿Desnuda? ¡No, no, no, noooo…! –exclamó el detective, tapándose la cara con las manos–. ¿Y qué hizo la niña?
   - No se lo va a creer… ¡Se puso a gritar! No tuve otro remedio que ir a por ella.
   - ¡”Ir a por ella”! Pero, ¿qué dice? ¿Atacó usted a la niña?
   - No, no la ataqué. Sólo la sujeté y le puse la mano en la boca para que dejara de gritar. Pero como estaba desnuda y mojada se me escurría, y continuó gritando. Le di una bofetada para que se calmase, pero…
   - ¿Cómo que una bofetada? ¡Es usted un imbécil! ¡Un bruto! ¡Un bestia! –gritó Mateo, exasperado. 
   - ¿Bestia yo? Bestias las niñas gimnastas esas. Al oír los gritos acudieron  enseguida y empezaron a golpearme. No vea lo trabajados que tienen los músculos. Vaya patadas y puñetazos que pegan. Me dejaron el cuerpo lleno de moratones.
   - ¡Me parece muy bien! –remarcó el detective.
   - Luego encima llegaron dos mujeres policía y venga, también a pegarme. Las había avisado la monitora. ¡No atendieron a razones! Yo intenté explicarles lo de los unicornios, pero se enfadaron más y me pegaron más fuerte.
   - Hombre, pues no me extraña. Es que si llego a estar yo allí también le doy.
   - Bueno, pues me detuvieron. Pero luego en el juzgado tuve suerte. En atención a lo mucho que les había ayudado en la selva, el padre de la niña le pidió al juez que no me encarcelara. Que se conformaba con que me impusieran una orden de alejamiento. Y el juez le hizo caso. Así que yo ya no puedo vigilarla más.
   - Le estoy viendo venir…
   - Efectivamente, ahí es donde entra su agencia de detectives. Quiero contratarles para que espíen a la niña y vean si hace magia o se pone en contacto con los unicornios.
   - No puede ser… ¡Váyase usted a paseo, a tomar vientos, a freír espárragos o a bailar la zumba con su abuela! Por favor, por favor, menuda manera de perder la mañana... –dijo Mateo levantándose, con un enfado tremendo.
   - ¿No acepta el trabajo entonces? ¡Qué poca profesionalidad! –repuso contrariado Don Pablo, levantándose también.
   - Precisamente. ¡Somos profesionales! No nos dedicamos a espiar niñas.
   - Oiga, usted antes dijo que me respetaba.
   - Eso era antes de saber que usted se dedica a espiar niñas y a darles de bofetadas. ¡Váyase al cuerno!
   - Bueno, esto es increíble. Encima que me preocupo de citarle aquí –declamó Don Pablo alzando los brazos al cielo.
   - Un momento, ¿qué quiere decir con eso? –preguntó alarmado el detective–. ¿Hay algún motivo para que estemos aquí? Yo pensaba que era por buscar un sitio disimulado.
   - No, no, la razón es que me he enterado que el colegio donde estudia Iria Flavia tiene organizada hoy una excursión al Jardín Botánico.
   - Pero, ¿qué me está contando, pedazo de majadero? ¿La niña esa va a venir aquí?
   - ¡Naturalmente! Por eso le cité en el Jardín Botánico. ¡Para que pudiera empezar a espiar inmediatamente! ¿No se anima? ¡Le voy a pagar muy bien!
   - Yo lo mato… ¡Esto es el colmo!
   - No está siendo usted “siempre positivo” –le recriminó Don Pablo.

El perro volvió a ladrar.  

   - Estoy harto de ese perro. Si es suyo, dígale que se aleje.  

   Mateo iba a contestar pero, de repente, se oyó una algarabía procedente de la recepción. Varias decenas de niños estaban entrando y dispersándose por el lugar. Un mujer y dos hombres adultos, probablemente sus profesores, les gritaron para que se agruparan, consiguiendo sólo a medias que les hicieran caso. En el recinto de la cafetería, Don Pablo se quedó paralizado y exclamó con preocupación:
   - Pero, ¿qué hora es? ¿Ya están aquí? ¡Oh, no, tengo que esconderme! Si la niña me ve, seguro que me denuncia.

   A continuación se internó en el espacio de los Frutales del Nuevo Mundo y se agachó tras el lugar donde estaba plantado un chirimoyo. El detective se acercó riendo y le dijo:
   - Es usted tonto de caerse.
   - Disimule. No mire hacia aquí.
   - Una pregunta. Si encontrase usted un unicornio, ¿qué haría?
   - Lo lógico y normal. Primeramente, me quedaría extasiado. Y después lo mataría, para arrancarle el cuerno y hacer magia con él. 
   - Jo, pues menudo “fervor por los unicornios”. ¡Lo que quiere es matarlos!
   - ¡No mire hacia aquí! ¿Usted sabe lo poderoso que es un cuerno de unicornio?
   - No, no lo sé. Lo que sí sé es lo que voy a hacer ahora.

   Mateo Mallo se acercó a Don Pablo, le agarró por los hombros, tiró de él con fuerza y lo arrastró a la vista de todos mientras gritaba con poderío:
   - ¡EH! ¡AVISEN A LA POLICÍA!
   - Oiga, ¿pero qué hace? ¡Suélteme!
   - Yo soy un detective, y los detectives colaboramos con la Justicia. Usted está violando su orden de alejamiento.

   El grupo de críos y sus profesores miraron hacia allí. Una niña morena chilló, dejó caer al suelo una libreta, corrió hacia la mujer adulta y exclamó asustada:
   - ¡Aaaaaah! ¡Profe, es el que me atacó en los vestuarios!
   - ¿Qué dices, Iria Flavia? ¿Seguro que es él? –respondió la profesora. 
   - ¡Sí! ¡El idiota de los unicornios!  

   Todos los niños empezaron a dar voces. Los dos profesores hombres se miraron entre ellos sin saber qué hacer. Pero la profesora, decidida, se adelantó extendiendo los brazos y gritó:
   - ¡Niñoooos! ¡Hacia atrás! ¡Todos detrás de mí!  

   Los niños obedecieron y corrieron a situarse detrás de su profesora. Mientras tanto, Don Pablo consiguió soltarse de Mateo y empezó a correr, bramando:
   - ¡Tengo que escapaaaar! 

   El detective se volvió hacia el perro y, señalando al hombre que huía, le ordenó:
   - ¡Anda a por él, Siempre Positivo!  

   El mastín se levantó como un rayo, se abalanzó sobre Don Pablo y le hizo caer.
   - ¡Lo sabía! –dijo desde el suelo–. ¡Traidor! ¡Mentiroso! ¡Usted me dijo que el perro no era suyo!
   - Porque no es mío –dijo Mateo acercándose–. Es de mi hermano Quique. Cuando le dije que tenía que venir hoy al Jardín Botánico, me pidió que lo trajera para pasearlo. ¡Muy bien, Siempre Positivo, sujétalo!
   - Oiga, que me está mordiendo el perro.
   - Bueno, es un perro. No va a bailar la jota. Lo que hace es morder. Qué cachondo mi hermano, mira que ponerle de nombre Siempre Positivo al perro… Jajaja, está claro que a él también le marcaron las palabras de mamá. Mi hermano es todavía más chistoso que yo.

   A todo esto, alertado por el griterío, había aparecido el guarda de seguridad, abriéndose paso entre el grupo de niños. La profesora le comentó:
   - Señor guardia, ese hombre que está en el suelo tiene una orden de alejamiento de esta niña. Hace unos días la atacó cuando estaba desnuda en los vestuarios.
   - ¿Que atacó a la niña? Mira qué bien. ¡Ya era hora! Dos años trabajando en este sitio y no había tenido ocasión de usar la porra. Vayan ustedes llamando a la policía.
  
…….........  

   Media hora más tarde, los niños habían iniciado su excursión, Don Pablo Santiago Sánchez Iglesias estaba detenido en un coche patrulla (con algunos golpes y mordeduras) y el detective Mateo Mallo estaba en la terraza de la cafetería, terminando de prestar declaración. Uno de los policías se le acercó. Llevaba en la mano una libreta. La posó en la mesa y la señaló diciendo:
   - Hemos encontrado esto en el suelo. No es suyo, ¿verdad?
   - No, qué va. Se le habrá caído a alguno de los niños.
   - ¿Se lo puede devolver usted? Nosotros tenemos que irnos.
   - Vale, voy a ir a dar una vuelta con el perro y seguro que me los encuentro.  

   Los policías se marcharon, dejándole solo. Mateo miró la libreta y leyó el nombre que estaba escrito a bolígrafo en la portada: “Iria Flavia Masaveu Alvargonzález”. ¡Iria Flavia! Vaya, pensó, tenía que ser precisamente su libreta. Tuvo la tentación de abrirla, pero no lo hizo. Se dijo a sí mismo en voz baja:
   - No, Mateo, no hagas tonterías. Tú se la llevas y listo.  

   Pero justo en ese momento sopló una fuerte ráfaga de viento, que abrió la libreta por la mitad. El detective miró las paginas que habían quedado al descubierto. En la página derecha había escritos unos extraños símbolos. En la página izquierda se veía el dibujo de un unicornio. Intrigado, Mateo empezó a pasar hojas. La libreta estaba llena de dibujos de unicornios.
   - Ay, ay, ay… –dijo para sí.  

   Tan absorto estaba mirando la libreta que no se dio cuenta de que alguien se le acercaba por detrás. Y de pronto escuchó una voz a sus espaldas:
   - Esa libreta es mía.

Mateo se sobresaltó y se dio la vuelta, exclamando:
   - ¡Mi madre, mi suegra, mi abuela…!
   - Y su tía Federica. Deme mi libreta –dijo Iria Flavia, extendiendo la mano.
   - Jejeje... No, pequeña, mi tía se llama Sandra. Es la mamá de mis primas Clotilde y Matilde. Perdona, cariño, no te he oído llegar. Toma tu libreta.
 
   Cerró la libreta y se la tendió. La niña la cogió mirándole desconfiada y se dio la vuelta para irse. Pero Mateo la llamó:
   - ¡Iria Flavia! Te llamas así, ¿verdad? 

   La niña se volvió. El detective respiró hondo y, sin creerse lo que estaba haciendo, se acercó a ella y le preguntó en voz baja:
   - Oye, tú… ¿de verdad estuviste con los unicornios?  

   La niña abrió mucho los ojos y la boca. Parecía a punto de gritar. Mateo alzó las palmas de las manos y negó con la cabeza, mientras le decía:
   - ¡No, no te asustes! No pienso hacer nada. No voy a seguirte, ni a espiarte, ni nada. Y no quiero saber dónde hay que buscarlos. Si existen, es mejor que sigan donde están, sin que nadie los encuentre. Pero… sería tan bonito saber que existen de verdad.

   Iria Flavia metió la mano derecha en el bolsillo de su anorak, le miró fijamente y musitó algo entre dientes. Súbitamente, Mateo sintió una extraña sensación, como si alguien le estuviese tocando la cabeza, pero por dentro. Se le nubló la vista un momento, pero enseguida volvió a mirar a la niña. Iria Flavia sonreía. Y tenía una sonrisa maravillosa.
   - Usted no es como el otro. Usted es bueno –dijo.
   - Intento serlo –respondió el detective.  

   La niña miró alrededor. En la terraza de la cafetería no había nadie más, pero el camarero les miraba desde dentro. Iria Flavia se metió en el laberinto de los frutales y con la mano izquierda le indicó a Mateo que la siguiera. Cuando estuvo segura de que nadie les miraba, sacó la mano derecha del bolsillo del anorak. Y sostenía algo en la mano. Parecía una rama recta, formada por varias pequeñas estrías agolpadas que se enroscaban en espiral, cada vez más delgadas, hasta acabar en punta. Tenía el color de la plata vieja, y brillaba levemente. Y aunque evidentemente Mateo nunca había visto ninguno, supo enseguida lo que era. Era el tramo final del cuerno de un unicornio.  
   - No puede ser… –dijo alucinado–. ¿Te lo dieron ellos?
   - Sí, en un ritual. El unicornio mayor clavó su cuerno en mi brazo. Me dolió muchísimo, y empecé a sangrar a chorros. Otro unicornio hizo su cuerno brillar y lo golpeó contra una roca. El cuerno se partió, una mitad siguió en la frente del unicornio y la otra mitad cayó en la hierba. Yo recogí el trozo de cuerno con la mano buena, me lo acerqué a la herida y dejé que se empapara bien en mi sangre. De esa forma quedó vinculado a mí. Sólo yo puedo hacer magia con él. Después el unicornio mayor volvió a acercar su cuerno a mi brazo, lo hizo brillar y su magia hizo que se cerrara la herida. Pero sigo teniendo la cicatriz.
   - Es increíble, increíble… ¿Y por qué te lo dieron?
   - Quieren que lo use para convencer a la gente de que dejen de hacer daño a la Naturaleza. Ellos no se atreven a salir porque…
   - Porque saben que serían perseguidos –terminó la frase Mateo, pensando en Don Pablo y los socios de SALFUMÁN, LEJÍA y AMONIACO.
   - Sí. Por eso –confirmó Iria Flavia, bajando la cabeza.
   - Ellos… ¿hablan? –quiso saber el detective.
   - No lo necesitan. Te transmiten sus pensamientos puros, y tú escuchas como si te hablaran dentro de la cabeza.
   - ¡Caray! Así que vas a proteger la Naturaleza. ¡Como Greta Thunberg!
   - No, como esa no, que es muy gritona y además no le hacen caso.
   - Sí, eso es verdad –asintió Mateo, suspirando–. ¿Y qué vas a hacer tú entonces?
   - En el refugio donde viven los unicornios hay un cueva con un libro de hechizos, de un mago que vivió hace siglos allí. El tiempo que estuve con ellos copié los que pude. Hay algunos para influir en las personas. Mi papá conoce a mucha gente importante. No seré yo quien plantee las cosas. Será gente importante a la que yo haya influido. A lo mejor así funciona.
   - Qué lista. Pues que tengas mucha suerte –le deseó el detective.  

   La niña volvió a bajar la cabeza y dijo algo avergonzada:
   - Todavía no sé hacer lo de influir en la gente. Es muy, muy difícil. Y la magia del cuerno sólo durará cinco años. Es lo que tardará en crecerle el cuerno entero al unicornio otra vez. A lo mejor no me da tiempo.
   - Bueeeno, tú haz lo que puedas. ¿Y qué sabes hacer ya?
   - Con el cuerno detecto la bondad, como hice contigo antes. Buf, qué bien me está sentando hablar contigo. Creo que necesitaba contarle todo esto a alguien. Mira, sé hacer esta tontería.  

   La niña abrió la libreta y empezó a hojear hasta que llegó a una de las páginas que contenía símbolos extraños. La sostuvo con la mano izquierda, abierta por esa página, mientras con la mano derecha levantaba el cuerno. Recitó:
   - ¡Ad urgoil dufne sabá!  

   De la punta del cuerno brotó una luz blanca, que enseguida se dividió hasta convertirse en una franja de siete colores, un pequeño arcoiris. Iria Flavia empezó a mover el brazo. Al cabo de unos momentos, Mateo pudo contemplar ante sí la palabra “GRACIAS” flotando en el aire, escrita en arcoiris. Entonces la niña sopló y la palabra se deshizo en al aire, convirtiéndose en una miríada de puntitos de colores que fueron difuminándose hasta desaparecer.

   Iria Flavia sonrió y volvió a guardarse el cuerno en el bolsillo del anorak. Luego dijo simplemente “adiós”, se dio la vuelta y se marchó corriendo, en busca de sus compañeros.  
   - Gracias a ti, preciosa –dijo el detective mientras la veía alejarse.

   Se sentía más feliz de lo que se había sentido en mucho tiempo, y se dio cuenta de que tenía lágrimas surcándole las mejillas. Contempló los árboles meciéndose con la brisa, luego cerró los ojos y aspiró profundamente el aire penetrante, cargado de aromas. Los volvió a abrir y admiró las flores y la hierba verde. Escuchó el suave murmullo del arroyo y, a lo lejos, las risas de los niños que estaban de excursión. Y pensó que el mundo era más dulce y hermoso de lo que la mayoría de la gente pensaba. Levantó la cabeza y le habló al cielo ya sólo parcialmente nuboso, en el que por fin se atisbaba el sol de la mañana:
   - Tenías razón, mamá. ¡Siempre positivo!  

   El perro ladró y se le acercó meneando la cola. Mateo se agachó y le acarició, diciendo:
   - Que sí, Siempre Positivo, que sí. ¡Ahora mismo te llevo a dar una vuelta!

FIN